La naturaleza, habla. El hombre, recita. La mujer, canta. La música es la mujer del poeta. Como este espacio ha encontrado a sus lectores, lectores inteligentes y cada vez más cultos, ya no le tememos más a la erudición y a la extensión. El hombre inteligente, es paciente (no se impacienta porque tiene pensamientos que le acompañan). Es por esto, querido lector, que me he tomado el atrevimiento de escribir un artículo largo sobre la música y sobre su uso en la comunicación especializada, que es la publicidad. Antes de iniciar, quiero disculparme con todos los estetas, músicos, bajistas, directores y apasionados del sonido por la impertinencia que se vaticina. Si Rubinstein, el flamante judío, leyera este trabajo, tal vez se enojaría. Si bien no pretendo establecer un canon occidental sobre las musas (música: expresión de las musas, decían los griegos), sí deseo que el estudiante y el profesional sepan cómo utilizar mejor el recurso de los decibeles. También quiero excusarme por mis muchas citas y referencias. Como dijo el ciego muerto en Ginebra, mi memoria supera a mis ideas. Se necesita de un buen oído para apreciar el sonido de un buen piano. Es cierto que a algunos pianistas, les gustaba tocar pianos sin afinar para lograr sonidos y frecuencias poco comunes. Bueno, pues pasa todo lo contrario con la música cuando se utiliza en la publicidad. Al público en general, le gusta cualquier tipo de música. G. Steiner, también judío como Rubinstein, explicaba que las personas que aseguran que les agrada cualquier tipo de música, no tienen gusto o tienen mal gusto. Es común que los jóvenes digan que «oyen de todo». Y sí, cuando uno revisa sus reproductores musicales, uno se entera de que después del rock, oyeron salsa y de ahí, jazz. Para que nuestra marca se inocule en la memoria, tiene que poseer un estilo musical. Mientras la música clásica es un acompañamiento de diversos instrumentos y voces (opcional) que se difuminan entre sí para lograr tonos casi paranormales, la música popular es simple y repetitiva. El sonido de una copiadora podría servir, con amplificadores, para hacer un rave. Oír música clásica es como leer libros clásicos, un choque total contra la humanidad. Edvard Grieg o Wagner son demasiado para una, por decirlo vulgarmente, oreja pequeña. Decía el filósofo L. Wittgenstein que además del oído externo, existe un oído interno. Es este oído interno el que no tenemos desarrollado y por eso, la música clásica nos parece perturbadora. Si tenemos que elaborar un spot de televisión, debemos de pensar en cómo es el oído del receptor. Hay sonidos que evocan lo pequeño, lo alto, lo grande, lo bajo. Cuando Ferrari quiere vender sus automóviles, echa mano de la ópera. Pensemos en el Acto II de Madame Butterfly e imaginemos un Ferrari Enzo corriendo. La voz femenina, alta, aguda, simula o suena parecido al motor con zumbido de abeja del Ferrari. Así, buscando analogías entre lo pictórico y lo sonoro, es como se usa la música para transmitir una emoción. Una institución que sabe de lo que hablamos, es La Iglesia. Sin los sufrimientos promocionales para obtener un cupón que nos dé acceso al cielo y sin la música clerical, el creyente jamás experimentaría la unicidad con el todo. Refiere Ezra Pound que sólo en España había oído música santa con tan altos alcances espirituales. Cuenta que, a pesar de ser norteamericano, sintió cómo se transportaba hasta la Edad Media con el sonido de los órganos. Esto me recuerda lo que dijeron dos grandes expertos en estética. Por un lado, Oscar Wilde aseveraba que la música es un transporte con el cual podemos vivir las vidas de otros. Por otro lado, creo que en Weimar, el apasionado Schopenhauer escribía que la música era más pura y directa que la realidad. Entonces, nuestra marca tiene que ser sonora y estar pensada para ser pronunciada. Al redactar un guión de televisión o de radio, hay que tomar en cuenta que el sonido será algo así como el fondo poético o natural de nuestras escenas o de nuestros diálogos. Colocar un «fade in» o un «fade out», es laborioso. Fue Aldous Huxley el que escribió una novela en la que la técnica musical del Contrapunto, imponía el ritmo de la lectura. Contraponer una voz grave con un sonido agudo o viceversa, hará que llamemos la atención de la diosa Armonía. Hay un comercial hecho por Young and Rubicam, llamado «Vivamos Responsablemente», producido para la marca Quilmes, en el que se usan, por decirlo así, imágenes graves, oscuras, contrapuestas con la música aguda de David Guetta. El resultado es un comercial armonioso, fácil de comprender y que nos transporta hasta nuestra vida diaria a través de la pantalla. Es imperioso que nuestra música esté de acuerdo con nuestro mercado. Argentina, cuna de la cultura europea en América, posee un conocimiento más arduo de la música clásica y por esta razón, la marca TyC Sports, usó el Requiem For a Dream para su anuncio titulado «Argentinos», anuncio en el que el ego nacional se enaltece con la gravedad de lo sonoro. La música verdadera, siempre digo, es triste. Lo demás, dirían los expertos, es jolgorio. La música también relaja, relaja tanto, tanto, tanto, sí, que a veces se come a la inteligencia que la escucha. Muchas veces, cuando el auditorio está descontento con una obra musical, se levanta y se va. Y también sucede lo contrario. Cuentan que Beethoven, tocando el piano, se dio cuenta de que dos integrantes de la realeza europea no le estaban poniendo atención a su música, por lo que se levantó maldiciendo y diciendo que reyes y príncipes hay y habrá muchos, pero que más hombres como él, como Beethoven, jamás. Imprecación ésta de maderas espirituales, de cuerdas intelectuales y de metales emocionales. Mientras que a los mercados más cultos les agrada la música armoniosa, a los mercados menos educados les gusta la música cacofónica. Por ejemplo, cuando hacemos un eslogan para niños, siempre tenemos que pensar en cómo hacer que el golpeteo en su boca, tenga lugar. Si decimos «come como campeón», logramos que las tres letras «c» produzcan un placentero sonsonete en la boca del niño, sonsonete que causa cierta vibración y placer en la cabeza y que ayuda a la recordación. En cambio, si le hablamos a un público leído, seguramente el bellísimo verso de Góngora embelesará a los oyentes: «silban las eses como silba la saeta en el aire». Si el «come como campeón» le gusta a los menores, el «silban las eses» le gustó a un grande como Borges. Ya que hemos hablado sobre la Armonía y sobre el mal gusto musical, es momento de hablar sobre el silencio. Se dice que el silencio total, no existe. Si nos metiéramos a un cuarto diseñado para que el sonido no entrara (como el famoso salón en Harvard), aún así escucharíamos el latir de nuestro corazón, el suspiro perenne de nuestra respiración y el rechinar inquieto de nuestro sistema nervioso. Es por eso que los tambores, al imitar la tarea del órgano propulsor, alienta, aliena, invoca, provoca. Cuando la música va en contra de nuestros ritmos naturales, espanta, sublima. Y no olvidemos el adagio de Hipócrates, afán científico aplicable a nuestras dilectas preocupaciones: «primum non nocere». Shakespeare recomendaba estudiar un poco de metafísica, escasas matemáticas, filosofía con precaución y oír música constantemente. Más sentimiento que pensamiento produce un despertar sensorial y un adormecimiento racional. Y nosotros, expertos en comunicación, no queremos que la gente razone nuestras ofertas, sino que las sienta. En cierta universidad con dejos medievales, hice un experimento: expuse a mis viejos alumnos a una melodía de Boulez. «La Sinfonía Mecánica» de este autor, hizo que los receptores pensaran en metales, en fricciones, en cristales y en esferas de acero rodando. Lo impresionante del experimento, no fue el hecho de que oyeran tales cosas, sino que les parecieran algo natural, obvio, claro, sencillo («suena como suena el mundo», dijo uno de ellos). Esto significa que el ruido de la ciudad se ha enarbolado como el rey del oído. El ruido, más común en los cinturones de miseria o en las metrópolis, produce música en la que la fricción o la improvisación, como en el Jazz o como en el Scratch (Wittgenstein es el Scratch de la filosofía occidental), fungen como patrones rítmicos. Dos ejemplos, The Rage Against de Machine o Prodigy. Este contacto constante con el ruido, hace que el nivel o el gusto estético, decaiga inexorablemente. Si le ponemos a un joven alguna pieza de Bach interpretada por Gould, se dormirá. En parangón, si lo exponemos a Lady Gaga, tartamuda profesional, se levantará para bailar (para sacudir el cuerpo). El ruido forma parte de las representaciones de un pueblo. Y estas representaciones, son inferiores a las del pasado. Al redactar un spot, siempre intento recordar los ejercicios que se practicaban en el Ghetto, los cuales implican memorizar una pintura e interpretarla con algún verso mientras el verso se empalma con el movimiento de alguna sonata o rondel. Evito apoyarme en la observación de los spots premiados en el arte cinematográfico. Por ejemplo, mi abuela citaba, mientras oíamos a Paco de Lucia («Entre dos aguas»), una poesía de Manuel Machado, una que dice «vino, sentimiento, guitarra y poesía/ hacen los cantares de la patria mía», en tanto nos acuciaba para comprender a Goya. Música y letra (letra en el sentido simbolista… por eso el argentino aficionado a Heine decía que no traducía, sino que descifraba idiomas, signos, sistemas de símbolos o de ideas, según la concepción de Saussure) se fusionan, cosa muy diferente a la de acompañarse. Si usted le llamara a su esposa «su acompañante», se llevaría una tentacular bofetada por pícaro risueño. La música no tiene que acompañar a la imagen. La música es el refuerzo pictórico de la imagen, pues, como decía el gran Simónides de Ceos, una pintura es una poesía muda, y una poesía, es una pintura que nos habla. Cuando queremos que el lector expanda su imaginación, escribimos en nuestra narración «escuchó» o «vio», verbos referentes a los sentidos de lo lejano. Y cuando queremos que el receptor de nuestro sonido imagine cosas grandes o pequeñas, elegimos efectos como el canto de los pájaros o como el canto del viento en el río. Decía Goethe que el oído humano, con el pasar de los siglos, se ha acostumbrado a distinguir los sonidos amigables de los sonidos de enemistad. El volcán, el león y el oso, nos asustan porque envuelven a nuestro espíritu. En cambio, las ardillas, los pájaros o el canto de las doncellas, nos parece amistoso. «Mientras sea mi cerebro jaula del pájaro azul», decía Rubén Darío. La música es como un signo expandible que alarga o ensancha el tiempo y el espacio, retomando las ideas del loco Wittgenstein. La música es como un puente de cristal vibrante que nos puede transportar, gratis, hasta donde queramos. Recuerdo que de muy pequeño, al oír «Whisky in the Jar», de Metallica, sentía un añejo no sé qué. Como Borges con su abuela Haslam, sentía una especie de Afinidad Selectiva con esta melodía. Bermeja sorpresa cuando supe que la melodía era una vieja entonación irlandesa. Esto confirma a McLeish: la poesía, que es música, no significa, es algo. Y lo mismo sucede con las campanas. Al oír campanas, algo en nosotros tiembla, algo pasado despierta. Usted puede ser todo lo moderno que quiera, pero sólo antes de oír doblar las campanas (Hemingway sabía lo que escribía). Pero la música también es voz. La voz, el habla, habilidad de articulación que nos asciende a dioses, busca la simultaneidad entre el verbo y la creación. Hasta en Las Escrituras se insiste en que algo se dijo y algo se hizo casi al mismo tiempo. Que los juglares de clerecía se encarguen del tema. Decía que la voz quiere apropiarse de la realidad narrándola con más minucia de la que es capaz la naturaleza. El árbol no pensó en el ojo que todos señalan en él. Tupac Shakur el rapero, Art Tatum con su piano del jazz y el jaranero en Veracruz, buscan lo mismo: viajar con su talento a la misma velocidad en la que viajan los fenómenos. Pareciera que ellos encuentran algo que los demás no ven. El rapero encuentra injusticias, el afroamericano que sonríe con el Jazz encuentra gracias átonas y el jarocho improvisador, encuentra analogías entre la cara del foráneo que come camarones como si comiera gemas y el perro que va pasando. El Ministerio de Sanidad, en España, hizo un spot de televisión llamado «Duelo», en el que se empuñan las armas musicales como la métrica, la rima, la fonética, la fonología y el subterfugio de decirlo todo con la letra «o», la cual se parece a un condón, a una boca sensual y a muchas cosas más relacionadas con el sexo. Retórica erótica. La música, lo dijo Wilde, es más ubicua que la realidad. Si oímos a Los Tetas, a Carl Cox, a los Guns and Roses o a Liszt, encontraremos algo interesante. Sin importar el género, todos pretenden crear un mundo propio con una velocidad y con una fuerza de gravedad únicas. Para conseguirlo, todos se preocupan por emular las texturas del mundo. En tanto que en el trademarketing uno se preocupa por usar madera, metal, cristal o plástico para comunicar tradición, tecnología, sinceridad o bajo precio, respectivamente, los músicos, como Boulez, también intentan emular estas texturas con los sonidos. La acústica es tan importante para las marcas, que deberían de esforzarse para que sus melodías adquieran cuerpo. Cuando la música adquiere textura, cuando se siente, se ve y se oye, la gente reacciona imitándola. Este fenómeno es asequible yendo a cualquier centro nocturno. Ora en el Bora Bora de Ibiza, ora en el Bulldog Café del D.F, ora en el viejo Habana Club en Monterrey, las masas buscan tener un corazón más grande poniéndole atención al palpitar de las bocinas. La música es como una calcomanía del mundo. Nuestra publicidad, al ser una réplica pobre de la realidad, tiene que aumentar su poder de persuasión seleccionando sus sonidos con más paciencia. Hasta hoy, nos hemos preocupado por la vestimenta de la publicidad, pero no por mandarla a clases de canto. Cuando escucho a Wilhelm Kempff interpretar a Beethoven, siento el espíritu de los reyes sajones hablarme. En cambio, cuando a algún oriental se le ocurre imitar al iracundo músico, siento un temblor y un rechazo hacia la melodía, pues hay algo en ella que no existe, y esta inexistencia, se debe a la incomprensión de la cultura europea por parte del autor iraquí o chino. Un buen maestro de ópera, al leer un verso libre, encuentra en él un ritmo invisible para el oído de un diletante. Así mismo, cuando un receptor de publicidad se expone a un anuncio en el que la música simplemente le pertenece a otra cultura, se siente vituperado, golpeado, incomprendido. No olvidemos que nuestro canto tiene que ser como el del pájaro, tan natural como el habla. Espero que esta honesta meditación, te haya gustado. Muchísimas gracias.
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