Qué razón tenía mi padre cuando me decía, “los años te hacen sabio”. En esa época era sólo un joven inquieto que quería comerse el mundo a bocanadas: tenía sueños, proyectos, ideas; era hiperactivo y el tiempo parecía transcurrir lento. Hoy, que ya casi alcancé la edad de él cuando me dijo eso, pienso: “cuánta sabiduría había en esas palabras y qué rápido ha pasado el tiempo”. En el ámbito donde me desenvuelvo; es decir, en el diseño, marketing y publicidad, ha habido una constante siempre, el ego. Sí, tal como lo leen. Ahora entiendo por qué es que a los diseñadores se les considera artistas; a los mercadólogos, investigadores bohemios; y a los publicistas, neuróticos creativos. El ego de todos estos personajes puede más que el sentido común de un cliente; se sienten insultados y violentados si éste emite alguna opinión que cuestiona su trabajo. En pocas palabras, cuando algo así sucede, reducen al cliente a la figura de un ser ignorante e inferior y no se ponen a pensar que si está ahí con ellos, contratando sus servicios, solicitando su apoyo, es porque algo interesante —e inteligente— debió haber hecho para tener una empresa o un proyecto de empresa. Sin rayar en la exageración, puedo decir que el noventa por ciento de las veces que he tenido oportunidad de participar en la presentación de un proyecto, ya sea con diseñadores o con todo un equipo multidisciplinario, en el ambiente se percibe emoción y la adrenalina fluye. Es un momento mágico. Los diseñadores y/o publicistas están seguros que su trabajo impactará al cliente y los mercadólogos, cuando presenten el plan de marketing, ascenderán a no menos que una figura celestial. Todos han sido capaces de convertir el plomo en oro; son los grandes alquimistas. Pero, ¿qué sucede en cuanto el cliente cuestiona la propuesta y no sólo eso, la rechaza? Pasa que la emoción se transforma en tensión y el momento mágico se vuelve agrio. Algunos sudan nerviosos, otros traban sus mandíbulas y los más audaces responden como si los hubieran abofeteado. Su integridad intelectual ha sido puesta en tela de juicio. Comienza entonces una lucha un tanto irracional, donde el cliente se siente preocupado y los creativos, amenazados. Ahora ninguno quiere ceder y los argumentos absurdos por ambas partes surgen al por mayor. Cada uno se aferra a sus ideas, como un náufrago a su tabla. Hasta que alguien, el más objetivo del grupo, percibe que hay que poner orden y tranquilizar los ánimos; sabe que ahí no habrá un perdedor, todos perderán. Ni el diseño ni la publicidad ni la mercadotecnia son ciencias exactas. Por lo tanto, aferrarse a una idea, como si ésta fuera un mandato divino, es actuar de manera necia, infantil. El cliente no es experto en los temas que a nosotros nos atañen, pero en algunos casos ve algo que no cuadra con su intuición y por ello es que se atreve a expresar su opinión. ¿O acaso ninguno de nosotros se atrevería a decirle al sastre, si notamos que el corte del traje que nos propone no va con nuestra figura, que haga algunos ajustes? Aun cuando él es el experto, es posible que haya pasado por alto algo; es más, sabe que no es el único traje que nos puede quedar y buscará otras alternativas. De joven solía aferrarme a mis ideas y a clientes como el que describo antes los terminaba aborreciendo. Los años me fueron enseñando que hay que saber escuchar, que yo no tengo la verdad absoluta y que de todos se aprende. Cuando me solicitan hacer un ajuste o replantear una idea y veo que la petición es objetiva, lo hago sin chistar. Siempre me sorprendo con los resultados, descubro cosas que jamás pasaron por mi cabeza y lo más importante, mi proyecto se enriquece. Sin contar con que, además, me quedo con un cliente plenamente satisfecho. Pretender que todo lo sabemos, en vez de colocarnos en una posición privilegiada, nos hace ver arrogantes y tontos. Siempre hay que estar dispuestos a escuchar opiniones, aun cuando sintamos que transgreden nuestros paradigmas. El sabio no es el que todo lo sabe, sino el que está ávido por aprender algo nuevo día a día para compartirlo y heredarlo a los demás.
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