Empiezas muy joven. Juegas en el llano y eres el mejor, aunque tú sólo buscas la oportunidad de probarte en la primera división, con los profesionales. Por fin un equipo grande te ve y te recluta para estar a prueba durante el verano. Vas con toda la actitud a tus entrenamientos. Siempre eres el primero en llegar y, al terminar, te quedas a practicar remates a gol. Así hasta que por fin, después de semanas, tal vez meses, llega el gran día. Ese día en el que el entrenador decide si te quedas o te vas. Al parecer algo le gustó. Ya sea porque te vio o porque alguien del primer equipo le habló de ti, pero decide que te quedas. Eres el hombre más feliz de la tierra. Aunque tu realidad en el equipo no cambia mucho, ya sabes que eres parte de él. Sigues entrenando duro. Sigues siendo el primero en llegar y el último en irte. No te importa si te ponen de portero, de defensa o delantero. Lo que quieres es jugar. Es más, con estar en la banca ya te sientes realizado. Ver el juego a nivel de cancha, sentirlo. Escuchar al entrenador gritar desde la banda. Celebrar los triunfos y llorar las derrotas a pesar de no haber alineado ni un minuto. De pronto, un buen día la estrella del equipo se va. Lo fichan por más dinero en un equipo grande y con él se van un par de jugadores más. Hay que llenar esos huecos. No hay presupuesto para traer un extranjero o un nacional de renombre y apelan a la cantera. Así es como suben a varios del segundo equipo y, entre ellos, a ti. Te dan más minutos de juego y los aprovechas. El equipo se da cuenta que lo haces bien y te empiezan a dar más balones. Brillas en los interescuadras. Metes gol más seguido y te vuelves imprescindible. Poco a poco te vas convirtiendo en el jugador más importante del equipo y te llueven representantes con ofertas de otros equipos. Unos más grandes, otros no tanto. Ganadores, legendarios, nuevos. Tienes dos opciones. Irte sin pena ni gloria o quedarte y hacer campeón a tu equipo, tu amado equipo. El que te dio la oportunidad. Decides la segunda opción. Pero ya puedes poner condiciones. Ya opinas en la estrategia y la alineación. Cualquier jugada empieza por tus pies y siempre sabes qué hacer con el balón, dando un pase de tres dedos o definiendo tú mismo en la portería contraria. Metes goles de lejos, goles de rebote, goles de chilena. Goles con la cabeza, goles con la mano. De todos. Cuando hay un penalty, no dudas en cobrarlo. Eres infalible y lo sabes tú y todo el equipo, por eso nadie reclama. Si llegaras a fallar, es natural. Todos fallan alguna vez y siempre puedes decir que el portero se movió antes, que tirar un penal es un volado o lo que sea. Pero nadie te dirá nada. Nadie se atreve porque nadie es mejor. Por fin, después de un par de temporadas de ensueño, tu equipo es campeón. Están en el número uno del ranking. Luego son bicampeones. Y tricampeones. Tetra, penta. Van a torneos nacionales, regionales y mundiales. Ganan en algunos y en otros sólo adquieren experiencia. Pasan los años. Eres el estandarte del equipo y ya no tienes que correr durante todo el juego. Sabes dónde pararte para hacer la diferencia. El entrenador te empieza a usar como ejemplo para los jóvenes. Te vuelves su guía. Entrenas con ellos y ellos quieren ser como tú. Pasa el tiempo y, sin darte cuenta, estás en la banca. Quizá ya no estás para aguantar un juego completo, pero tu aportación es vital al lado del entrenador y en el vestidor. Aunque eso sí, cuando entras a la cancha sigues derrochando técnica. Metes un gol, mandas pases de fantasía y los penales los cobras al estilo Panenka, aunque por ahí ya hay uno que otro que reclama el derecho a cobrarlos. Pasa el tiempo y tu entrenador se va. La directiva del equipo decide ofrecerte el puesto y tú decides aceptarlo. Pones en práctica todo lo que aprendiste durante años en la cancha. Imprimes tu sello personal en el equipo. Decides ser más ofensivo cambiando a un 3-1-3-2 y lo manejas a la perfección, aunque a veces tienes que transformarlo en un 4-4-2 y otras en un 5-4-1 más defensivo. Ganas más campeonatos y te ofrecen un puesto directivo en el equipo, pero no es lo tuyo. Lo tuyo es la cancha, la banca, el vestidor. Así que decides armar tu propio equipo. Un equipo modesto, en la liga de ascenso. Llamas a un par de ex compañeros de equipos anteriores para empezar esta aventura y te vas al llano a buscar algún chico, algún jugador, algún talento en bruto que, como tú hace algunos años, sólo busca una oportunidad. Ahora ¿Qué pasa sí después de haber leído esta historia cambias las palabras “equipo” por “agencia”, “balón” por “brief”, “entrenador” por “director creativo”, “gol” por “campaña” y vuelves a leer todo? Sí. Para mí, la mejor metáfora de la publicidad es el futbol. La vida de un futbolista y la de un publicista tienen mucho en común. Son intensas, demandantes, divertidas, apasionantes y muy, pero muy cortas. Así que aprovecha todos los minutos, porque cada brief es una oportunidad para meter gol.
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