El precio es la pata más débil de la mesa del marketing. Producto, promoción y publicidad pueden modificarse más fácilmente, pero el precio… eso no se toca. Y eso que generalmente, suele ser lo primero que le viene a la mente a todos cuando se trata de una promoción o cuando la publicidad no es suficiente para las ventas necesarias. Es fácil culpar al precio de venta de que no se vendan más unidades, aunque cuando se argumenta en contra comparando con los productos premium o de lujo, que cuestan más y se venden igual o mejor, queda en evidencia que si el posicionamiento es el correcto, y el producto lo vale, el precio puede ser lo de menos. Partamos de la base de que la definición del precio de venta al público final, habrá sido cuidadosamente estudiado en su categoría para posicionarlo en la misma con posibilidades reales, y convertirlo en rentable lo antes posible. No voy a entrar en gráficas de elasticidad de la demanda o vida de producto. Quiero centrarme en algo mucho más básico y subjetivo. ¿Qué es lo que ocurre en la mente del consumidor cuando le cambiamos los precios, hacia arriba o hacia abajo?
El precio es una parte indisoluble del producto. Una marca es lo que es por lo que se compra, al precio que se paga. Estamos dispuestos a aceptar determinadas calidades a un coste bajo, o pagar más por algo que consideramos esencial o de mejor calidad.
Pero al final, en nuestra percepción tenemos un todo. Que reconocemos y automatizamos en nuestras decisiones de compra. Realmente, cuando lo hacemos propio, ya no revisamos constantemente el precio. Lo compramos porque sabemos «más o menos» lo que nos va a costar. Incluso, hay productos que funcionan como referentes del resto. Las marcas premium líderes de referencia, pongamos por caso la lata de Coca Cola, sirve en los folletos de los supermercados para hacernos creer que el resto de productos que venden son igual de baratos. Quitando esas marcas privilegiadas, el resto de empresas tardan su tiempo en lograr un número importante de ventas constantes que les permita sobrevivir. Pensemos que esas ventas constantes, son en realidad clientes fieles, que constantemente las eligen y ya no cuestionan el precio cada vez, salvo que de pronto, ese precio sea anormalmente diferente. Y en ese caso, el riesgo es muy alto. Pongamos por caso una botella de vino de crianza, con denominación de origen, que tenga un pvp medio de 7 pesos, euros, o dólares. Y pongamos que no se venden suficientes unidades, aunque la competencia similar, al mismo precio, sí lo haga. Y como no queremos o podemos mejorar las campañas de publicidad, decidimos «tocar» el precio y bajarlo a 5. Ese paso, salvo en casos contados y en promociones muy bien definidas como excepcionales y puntuales, sería sin retorno. La percepción en un lineal de un vino por debajo del precio de su segmento, es claramente de inferioridad. Volver algún día a subirlo será más que complicado, como no sea apoyado en un galardón o una etiqueta diferente. Pero entonces estaríamos hablando de un producto diferente. Por otra parte, si el recurso del recorte de precio es frecuente, nos arriesgamos a que los clientes se den cuenta y se dediquen a esperar a que lo hagamos para comprarnos. Nos habremos cargado el producto. Ahora, imaginemos el caso contrario. El vino se está vendiendo muy bien, incluso, como es un producto limitado aplicando el concepto de escasez podemos pensar que es el momento de subir los precios, hasta 10. Aunque, de nuevo, puede ser un grave error. Cuando decidimos subirle el precio a un producto así, de forma que sea llamativa, en la mente del consumidor habitual además de la lógica sorpresa molesta que ya es un factor negativo para inducir al abandono, se produce un debate inmediato:
O elijo otra marca, similar, del precio que estaba acostumbrado a pagar, o si acepto pagar ese nuevo precio, me planteo elegir otras marcas que hasta entonces no compraba precisamente porque eran más caras.
Es decir, en cualquier caso, una subida sustancial del precio abrirá la mente de nuestro cliente a la competencia. Les estaremos motivando para que hagan lo que no hacían: comparar. Y ya sabemos que «al enemigo ni agua». Bastante dura es la competencia como para que nosotros les hagamos esos favores. El precio, entendido como identidad propia en relación a la media de su categoría, es por tanto una parte más del concepto producto y así, no puede someterse a variación constante, como no lo cambiaríamos de sección en el hipermercado, de nombre cada año, o cosas que confundan, distraigan y anulen el trabajo realizado durante años. Foto: Creative Commons by Bacteriano en Flickr.
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