George Orwell sostenía que la crítica estética es vaga porque no hemos aprendido a hablar concretamente. Palabras como «espiritual», «profundo», «halo», «composición», «espacio» y demás, más que orientarnos en el mapa pictórico, literario, marmóreo o musical, nos pierden. Aprender Historia del Arte o Sociología del Arte, nos beneficia. ¿Por qué? En primer lugar, porque nos cultiva y porque nos hace más sensibles (el artista tiene las antenas de la raza, argüía el gran Ezra Pound). En segundo término, porque así comprendemos cómo perciben las distintas clases sociales que nos rodean. Vamos a analizar, a vuelo de águila, algunas pinturas. No pretendemos llegar a la nitidez mental de un Winckelmann o de un Valéry, y menos a la exactitud de Whistler o de Pater. En los manuales de Estética se habla mucho sobre los espacios, tales como los espacios geométricos, sociológicos, físicos o psicológicos, por nombrar algunos. Estos espacios configuran la percepción del ser humano (Robert Moses fue un gran constructor de percepciones en New York, según las quejas de M. Berman). Las costumbres, la geografía, la historia de nuestro país y la educación académica y paternal, estructuran nuestros sentidos. El siguiente ejercicio o lectura mejorará nuestros diseños y nuestra intelección plástica. Empecemos. Las clases populares, las que no han tenido tiempo o voluntad para educarse con rigor, están acostumbradas a enjuiciar con soltura. El binomio que caracteriza a esta clase se llama «bueno-malo». Y la manera más eficiente para comunicar maldad o bondad, es el uso del color (luz-verdad, oscuridad-ignorancia, bifurcaban los medievales, de los que no hemos escapado, diría Pound). Las pinturas de Fuseli pueden ilustrarnos. El claro-oscuro es un buen recurso para que nuestra publicidad transmita o produzca juicios éticos. ¿Por qué las clases populares enjuician con tanta facilidad? Por tres razones: por falta de contacto con otras culturas, por carecer de ideas ajenas y por falta de tiempo para reflexionar. Los niños, hombres dormidos, no saben distinguir entre la maldad y la bondad, decía Jaspers, y tienen que aprender a discernir estas diferencias absorbiendo las creencias circundantes. El segundo binomio que caracteriza a las clases populares, se llama «potente-impotente». Un objeto, una persona o una situación, puede representarnos algo bueno o algo malo, pero también algo fuerte o algo débil. Recordemos que el trabajo físico es el que predomina en las clases bajas. De facto, las clases populares prefieren los alimentos potentes, alimenticios (cereales con vitaminas, bebidas energéticas, pizzas que fortifican). Un buen ejemplo para comprender lo que decimos está en el Nabucodonosor, de William Blake. El objeto principal de la pintura luce fuerte físicamente, pero malintencionado o sufrido moralmente. El músculo agachado, la fortaleza sometida o la energía controlada, hacen que la pintura de Blake irradie potencia y debilidad. El volumen, la saturación, la posición y el gesto (formas, «species», diría Platón), ayudan a lograr nuestro objetivo. Sigamos con nuestros trazos meditativos y hablemos sobre las clases medias, burguesas, profesionales. Al educarnos destruimos nuestras nociones y avanzamos hasta la credulidad y hasta la tolerancia, dejando atrás los juicios, los refranes y el amor por el físico, y todo para interesarnos en el movimiento y en las jerarquías sociales. Toda la clase media o burguesa aspira a las alturas, al dinamismo. El binomio «activo-pasivo» designa los deseos de la clase media. El ojo de estas personas percibe o busca movimientos. Un ejemplo, es la «action painting». Lo que pretende esta técnica (action painting) es comunicar caos, entropía, revolución (no olvidemos que somos los herederos de varias revoluciones, desde la norteamericana hasta la francesa). ¿Cómo podemos movilizar los colores? Con trazos indefinidos o poco definidos. Como el cometa, como la luz o como el bólido, un trazo indefinido define la esencia de la movilidad. Contemplemos algo de Pollock… El otro binomio que describe a las clases medias, se llama «noble-vulgar». El aparato perceptivo de la clase media busca taxonomías (clase, clasamiento), clasificaciones, calificaciones, niveles sociales. El ornamento, el artífice, el excedente o el adorno, sirven para distinguirnos de los demás (en una novela de Twain un mendigo y un rey se confunden intercambiando ropajes). Ejemplo de lo anterior, es la Infanta María Teresa, de Velázquez, pintor del que Whistler dijo, más o menos, algo así: «Velázquez moja sus pinceles en la luz y en el aire». Las mariposas del cabello, el peinado enemigo del viento (imposible para una oficina), el rostro maquillado y aislado del tostador sol, denotan nobleza. Es tiempo de hablar sobre las clases educadas. Sólo las clases populares o medias son moralistas, dijo el gran Oscar Wilde. Pero el aristócrata, o mejor dicho, el ricachón que ha heredado generaciones de riquezas, de triunfos o de estirpes (pensemos en Montaigne o en Russell), no se interesa al cien por ciento en la moral o en las jerarquías, pues son cosas que posee o de las que puede prescindir. Lo que busca el hombre bien educado (hablo de la «areté» griega) es la tradición y la novedad, es la Historia (los tiempos dorados, afirmaba Saint-Simon) y la capitulación de sus grandes proyectos. Los binomios que distinguen a esta clase, son: «frecuencia-infrecuencia» y «variable-invariable». Al diseñar para las clases educadas tenemos que hacer que el espectador piense que una idea añeja es una idea nueva, según los consejos de Paul Valéry. Los frecuentes motores de combustión interna urdidos por Papin hace varios siglos, tienen que simular modernidad, tienen que parecer infrecuentes, modernos, vanguardistas. Y para lograr tal efecto es necesario usar bien las líneas, pero sobre todo, las luces. Un coche bajo la luz de Marte o una chamarra iluminada por más de un sol, nos hace sentir que estamos en otro mundo, en un mundo infrecuente. Y por último, está la variabilidad, la cantidad de opciones o de libertad que percibe el hombre educado. Decía Schopenhauer que el gran artista sabe reconocer las «species» o arquetipos, las ideas primigenias (los judíos dirían Adán Kadmon u hombre arquetipo). ¿Qué tenemos que hacer para que un objeto parezca el padre de todos los objetos? Tenemos que olvidarnos de lo bello, de lo feo, de lo sublime o de lo erótico… en fin, tenemos que pensar en proporciones. Lo bello tiene que vivir bajo la proporción, pero no todo lo bien proporcionado es bello, ha dicho Salvador Dalí y ha dicho Francis Bacon (y Goethe, también). Vale más un rostro proporcionado y feo que una bella sonrisa ensombrecida por una nariz descomunal. Aprendamos algo de la Gallerani de Da Vinci, de viril rostro de mujer. Bellos días, Comunidad Roastbrief.
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