Hablaré sobre algunas técnicas de redacción y sobre algunos consejos que he aprendido en el nuevo mundo del Marketing de Contenidos. El escritor que comienza su carrera tiene que resolver tres problemas. El primero puede expresarse así: ¿cómo conseguir un salario si paso mis días leyendo y escribiendo, es decir, citando poemas de Alberti y redactando prosas poco probables? El segundo problema dicta esto: ¿cómo ganarme un lugar en el fastuoso mundo de la literatura? Y el tercero dictamina oraciones de este jaez: ¿cómo mantener la inspiración? El joven que arranca sus labores periodísticas o editoriales se ve obligado a producir muchos textos en poco tiempo y con pocas lecturas (Lavater decía que Dios hace que sus mejores hijos no lean porquerías). Todos sabemos que Descartes leía poco y que podía escribir mucho, o dicho correctamente, que podía pensar mucho, pues escribir es acabar de pensar, según me enseñó un doctor de Ginebra. El joven novato creerá que usando palabrería exótica o técnica se ganará el respeto de los demás, y así será. Al escribir tenemos que ganar credibilidad, y para hacerlo es menester poseer una amplia cultura y amplias lecturas. ¿Es mejor citar a los antiguos, a los medievales o a los modernos? Citar a los antiguos nos hace aparentar erudición. Citar a los medievales nos hace ver místicos, y citar a los modernos nos hace ver actuales. Nadie lee a los antiguos y es más probable impresionar a alguien hablándole de la filosofía de Parménides que hablándole de la filosofía de Rorty o de Kant. Pocos han leído a los medievales, y muchos los han leído a través de los sagrados libros (citar a Rushdie sin haber leído La Tora o El Corán nos matará). Hablar de los santos, de los padres de la Iglesia o de los poetas inspirados surte buen efecto sobre las personas de edad avanzada, pero no con los científicos, que sólo creen en los datos y en la literalidad, causa primera de las cruzadas, de las estrelladas y del poco decoro. Todas nuestras lecturas deben tener un objetivo claro. Leer por mera satisfacción nos dará satisfacción, pero no dinero, ni prestigio, ni seguridad. Es inevitable leer basura, mucha basura para tener reservas combustibles. El joven no conseguirá un puesto en la prensa si sabe lo que todos saben, pero tampoco lo hará si sabe más que sus competidores. Hay que aprender a simular idiotismo al tratar con los intelectuales y hay que aprender a simular brillantez con las personas comunes (omitamos los consejos que ha dado Kipling en un admirable poema). Una buena manera de ganar el respeto es esta: usar las etimologías, que son secretos. Los lógicos saben, diría Wittgenstein, que la historia natural de las palabras no le concierne a la lógica, pero sí al historiador. Cuando citamos a los historiadores estamos citando causas, luces, motivos. Fingir que estamos familiarizados con una literatura implica que tenemos que hablar de ella sin respeto. El respeto excesivo por los clásicos denota pubertad y delata nuestras pocas lecturas. Jamás escribamos como quien escribe sobre un asunto de laboratorio (técnicas, escuelas, estilos, influencias). Jamás hablemos sobre la técnica de Virgilio, pero sí hablemos sobre lo que Virgilio ha provocado en nosotros. Jamás hagamos conceptos sobre los conceptos que han pensado los filósofos (Bacon decía que hablar sobre lo hablado era como hacer ruido, como hablar todos al mismo tiempo, como multiplicar los `idola fori´), y limitemos nuestras opiniones a la poesía, que es ilustración letrada y concreta. Schopenhauer citaba a Petrarca y a Goethe, pero citaba más a Petrarca, poeta de su corazón. Busquemos un poeta de cabecera y un filósofo de cabecera. Alfonso Reyes leía mucho a Góngora y a Mallarmé, a Bergson y a Chesterton. Goethe leía mucho a Byron y a un joven de `Le Globe´, llamado Ampère. Dice un poeta de nombre Véliz que «la lectura agobia y anteojos de bruma pone en la nariz», y es verdad. Pero, ¿no es el agobio una apuración o un impulso?, ¿no es la bruma la antesala del misterio o del `primum movens´?
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