Rainer Maria Rilke ha dicho en sus poesías juveniles que el hombre vive en círculos que sobre las cosas se abren. Dichos círculos podrían estar forjados con política, historia, filosofía o economía, no lo sé bien. Lo que sí sé es que una obra de arte no puede explicarse por sí misma. Sé, además, que sí es posible estudiar las condiciones que hacen posible el nacimiento del arte. ¿Cómo nace una obra de arte? ¿Qué semiosis tiene lugar en el acto creador? Como este espacio está dedicado al estudio de la comunicación de masas y al estudio de la sociología de la comunicación procuraré, muy comedidamente, hablar de la semiosis desde una perspectiva utilitaria, o sea, vulgar, práctica. El hombre que al arte quiera dedicarse tendrá que comprender que la creación de tipologías (el `Quijote´), de caracteres (como el Hamlet o el Macbeth de Shakespeare), de nuevos paisajes (la `Divina Comedia´) o de fábulas lúgubres (el `Fausto´ de Goethe) exige tres cosas: una fuerte personalidad, buen gusto y gran técnica. Ayer escruté con minucia alemana un cuento de Ray Bradbury, uno llamado `Caleidoscopio´, en el cual me inspiré para pergeñar un guión televisivo, digo, subalterno en el mundo del gran arte. ¿Qué es la personalidad? Como Ockham, como los grandes políticos, como Sócrates, que todo lo reducía con regresiones que prefiguraron a Freud, no multipliquemos los entes sin necesidad, y digamos con tesón que una personalidad es una perspectiva clara, distinta y evidente (me limito a parafrasear al aburrido y torpe Descartes), y nada más. ¿Qué decir sobre el buen gusto? Ezra Pound, en una imprecación ensayada llamada `El artista serio´, ha dicho que el gran arte es preciso, fiel, verídico, científico. El mal gusto hace hipérboles con lo feo, beatería con lo bello, vicio y perversidad con la sátira. Allá en Delfos los filósofos decían constantemente algo así: «De nada, demasiado». Gusto es mesura. ¿Y qué de la técnica? El gran técnico, o retomando el léxico renacentista, el gran artesano, se preocupa más por lo que sienten las manos que por lo que siente el espíritu (¿es esto `Sturm und Drang´?), esto es, se mortifica más por la profundidad significativa que puede dar la forma que por la profundidad informe. Ya que hemos tejido nuestra tela, abriguémonos. Ray Bradbury inicia su `Fahrenheit 451´ con un epíteto poético de Juan Ramón Jiménez, español al que leía seguramente para penetrar en lo humano, en el alma, pues España es engendradora de almas, según los filósofos alemanes. Tal dice: «Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado». En pocas palabras Juan Ramón nos alecciona en menesteres estéticos. Lo «pautado» es la técnica, la valentía para «escribid por el otro lado» es la personalidad, y el buen gusto lo determinará el alma del papel, que tiene que ser tratado con cuidado para no romperse. Bradbury, en su cuento `Caleidoscopio´, hace que una nave se rompa en el espacio, hace que inapreciables hombres salgan disparados, hace que tales hombres hablen sus últimas palabras por medio de radios, hace que los versos de Espronceda tomen sentido, a saber: «¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo?». La velocidad, que en cantidades ingentes en fricción se troca, hace que los disparados hombres se diluyan, se rompan, hace que pierdan piernas, extremidades, identidad, que choquen contra meteoros. ¿Cuánto de nuestro cuerpo debemos conservar para seguir siendo hombres?, se preguntaría un filósofo. Bradbury, con buen gusto, no abusó en su narración de la tecnocracia, no abusó del moralismo, no pobló con lentas meditaciones su relato, no rellenó la atolondrada percepción de lector con subterfugios de aluminio, electricidad y fe. Bradbury, con personalidad, le dio un negro tinte moral al negro espacio sideral, y lo hizo con diálogos entrecortados, tartamudos, sorpresivos, reacciones todas naturales cuando estamos frente a lo sublime, frente a la nada, que nunca será de nadie, según la trinidad sartreana. Bradbury, con técnica maestra adquirida en sus domingos de soledad burguesa o norteamericana, practica la metáfora, y compara la vida vacía con el vacío espacial, la luz cósmica con la vitalidad, la distancia con el sinsentido, la memoria, «que está hecha de olvido», como dice Borges, con la eternidad. Afortunadamente comparable con el relato de Bradbury es la pintura de Robert Delaunay, pintura bautizada con el nombre `Homenaje a Blériot´, manufacturada en 1914 para preludiar el caos de la guerra. El gran artista tiene una visión grande y no se deja embaucar por modas. Un moderno, según Roland Barthes, ve platillos voladores en las nubes, mientras que un medieval veía en ellas almas. Una fuerte personalidad lo ve todo y lo sintetiza, y lo hace como Rilke, que creía que la vida consiste en circundar, en recortar. Kilómetros abajo de Alemania, en Francia, otro poeta pobre pero de ingenio gigante sembró la siguiente flor: «Mi juventud no fue sino un gran temporal atravesado, a rachas, por soles cegadores». Así habló Baudelaire. Bradbury coligió un caleidoscopio en la muchedumbre astral, Baudelaire veía en su vida soles matadores de nitidez visual, Rilke veía círculos, Nietzsche retornos constantes, el Quijote el regreso de la caballería andante o de las siete virtudes clásicas, Shakespeare sendas `Wyrd´. Cerremos la puerta de esta disquisición concluyendo que toda creación de símbolos nuevos, es decir, de gran arte, exige una visión secular y la capacidad de eliminar con técnicas diversas la esencia de los siglos, lo preciso de los cansados siglos.
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