La pulcritud literaria de Bioy Casares, la elocuencia oratoria de Gerchunoff, la pasión fonética de Rubén Darío y la gesticulación precisa de Cicerón son todos materiales necesarios para argumentar, para persuadir. Un argumento, que en sus versiones alongadas se llama «discurso», está hecho de cuatro elementos, que ciertamente no son los que imaginaba Empedocles (lengua de fuego, visión de agua, razones terrestres y airados sentires), pero sí los razonados por el historiador francés Michel Foucault, hombre que pensaba que toda imposición del poder implica el manejo excelente de objetos o de armas, de tecnicismos o de ciencia, de espacios o de estratagemas y de ídolos o símbolos, casi a la manera de Francis Bacon, filósofo de carácter poco romántico que propuso que los problemas humanos nacen en la caverna espiritual, en el foro político, en la tribu y en el teatro. Creo que fue el crítico Ezra Pound quien dijo que la poesía debía emular la conducta del centauro, que es mitad animal y mitad hombre, es decir, que puede correr con furia sin perder la capacidad de pensamiento. ¿Es mejor crear imágenes visuales o imágenes sonoras para convencer a alguien? ¿Es mejor correr como romanos o meditar como griegos? Siendo la política el arte del control masivo, según el de Estagira, y siendo las masas más aptas para la música, que es ambigua y que se presta más a la interpretación lírica, fútil, baladí, el orador político tendrá que echar mano de las imágenes auditivas al hablarle a turbas, y empuñar la fonética, la oclusión, el timbre, la prosodia, la cacofonía, la onomatopeya, el hipérbaton. Pero si nuestra arenga dirigida estará hacia públicos educados (tales como el listo e incrédulo madrileño o como el leidísimo ginebrino), dirigida a esos que pueden imaginar, nuestro discurso tendrá que ser visual, tendrá que enristrar más verbos que calificativos y más metáforas que silogismos. Quien quiera hablar concretamente, lea poesía y novela, y quien quiera hablar airadamente, intelectualmente, que lea ciencia y filosofía. Ser concreto o no serlo, ser abstracto o no serlo, he ahí la cuestión, diría Parménides, padre de Shakespeare en cuestiones del ser, antiguo meditador el primero que pensaba que las cosas que son no pueden ser otra cosa jamás y que el «jamás» no ha sido nunca. Un gran fraguador de historias, como Kafka, eleático es, avezado es en postergaciones. El pueblo es la tortuga y el político es Aquiles, y es obligación del político «remojar su dicción en el juicio», según Zenón, y hacer que la tortuga se sienta vanguardista, inalcanzable, aunque todo sea un lingüístico divertimento o encantamiento léxico. Quevedo, nuestro mayor estilista, que es poco querido por el lector mediocre o diletante, ha escrito una ejemplar prosa, en la cual aprendemos el arte retórico, el de la pulcritud en el decir y en el engañar. Leamos, como quería Alfonso Reyes, en voz alta, que es con los pregoneros con quienes comprendemos mejor la gracia del idioma español, vendedor de almas: «Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas victorias con las aclamaciones de un triunfo; recompensaron vidas casi divinas con una estatua, y para que no descaeciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito». Nótense los preciosos verbos que inician cada expresión, nótese cómo la «honra», con esa «r», hace que el lenguaje y la realidad se froten. Nótese cómo el término «dar» nos habla del «bien supremo» de la dádiva, como dice un verso de Gil, o cómo las nociones del «pago» y de la «recompensa» instauran una mecánica dualista (`lógica de los binomios´, según Foucault), quiero argüir, burguesa, o sea, historiada, o mejor dicho, oficial, política. La técnica de Quevedo, que tal vez prefiguró las imaginistas técnicas de Ezra Pound, pues éste se especializó en castizas letras, consiste en reducirlo todo a su expresión más emblemática o blasonada, y hace de la virtud «una frente» y del rostro de la aristocracia un «escudo». Otro rasgo de la pulcra prosa quevediana, es: no hay en ella amonedada tristeza alguna, alegría alguna, deseo alguno. Como Spinoza, como los racionalistas, como los piadosos Apóstoles, Quevedo habla sin sensiblería, sin símbolos complicados, pero sí con sencillos signos, con «ramos», «yerbas» y «mármol». La prosa de Quevedo es como la música del tango, que no es pesarosa, que no es dulzona, que simplemente es. En Cervantes podemos aprender a hablar con claridad, a poner una idea tras otra, como quería Azorín. Y también en Adolfo Bioy Casares, límpido y fantástico redactor de historias, podemos adquirir el arte de la fluidez en la recitación de prodigios. Un buen escritor sabe cómo saltar de los verbos a los objetos (la imagen de un laurel sobre una frente es más fácil de entender que el advenido y flotante verso de Almafuerte: «Sobre mi testa gravita/ la maldición del laurel») y de los objetos hacia las personas y situaciones.
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