El griego tono interrogativo renació, creo, con Descartes. No podemos encontrar enigmas dignos de la sociología con el tono interrogativo. Dime cómo buscas y te diré qué estás buscando, pensaba Wittgenstein, lingüista. Hijos de Dilthey y de Gadamer, hay textos que no se escribieron para responder preguntas, sino para confirmar postulados. Arqueólogos, hay pinturas que no se pintaron para criticar un ideal, sino para oscurecer cualquier ideal. En fin, que no hay siempre equivalencias entre nuestro pensamiento occidental, «crítico», que apenas puede ver formas y colores, y el pensamiento de las tribus que estudiamos. Nuestro humorismo es tan ácido que todo lo destruye, o diluye, como dijo Wittgenstein. Ya no podemos andar por ahí con la actitud de Sócrates, preguntando y fatigando a la gente, a los pueblos y a las obras de arte de los pueblos para comprender, míseramente, un poco, un poco de no sabemos qué cosa. Creía Marcel Mauss que detrás de las imágenes que vislumbramos al contemplar el ir y venir de una ciudad o pueblo algo queda oculto, algo fantasmal queda detrás de las siluetas iluminadas (Bukowski imaginó que un hombre se enamoró de las notas principales de la mujer, de un maniquí, mas no de una mujer `an sich´). Trataré de demostrar que nuestra sociología es vieja, que lo es porque, como ha meditado Louis Althusser, ésta nació encontrándose con telas políticas, históricas, económicas y filosóficas excesivamente trabajadas, casi rotas (`old Jewish rags´). Vamos, como quería Wittgenstein, a imaginar que somos un ojo sin cuerpo. Pero que no tengamos cuerpo no significa que no tengamos un origen, esto es, una configuración cultural o `Verbindung´, como dicen los marxistas. Ahora leamos un relato de Sam Shepard: «Un Impala rojo del cincuenta y nueve, con el perfil rebajado a base de cortar y sajar buena parte de su carrocería, y provisto de faldones de aluminio, se desliza silenciosamente a través de los exuberantes pastizales de Napa. El único coche que circula por la carretera. Es el primer día de la nueva Década y me esfuerzo por no ver en este acontecimiento ningún tipo de signo». En tal texto, sí, podemos comprender cómo observa un ojo educado bajo los parámetros occidentales (hablo de la cultura centroeuropea estibada en las sombras de Shakespeare, de Ibsen, de Dante y de Cervantes). Por más que el observador quiera fingir o emular un tono nativo, campesino, áspero, sincero, no lo logra. Para empezar, no se olvide, hay que ser hombre de ciudad para reconocer la silueta de un Impala. Sí, la silueta, el arquetipo platónico. En segundo lugar, hay que ser experto en coches para reconocer que un Impala es de tal o cual año. Tal reconocimiento implica que el ojo avisor conoce una serie de Impalas anteriores (59, 58, 57, 56 y así hasta los orígenes divinos del mundo automotriz, que tendrá por patriarca al señor Ford). Aquí podríamos pensar en las meditaciones que hizo Walter Benjamin sobre las obras de arte. ¿Puede una copia, por más cercana que esté a la perfección, transmitir las mismas emociones que transmite un original? El Impala tuvo, lo sabemos, su modelo primigenio, y el ojo avisor sin cuerpo, pero con orígenes, lo sabe, y como lo sabe puede determinar que la silueta que se desliza es del año cincuenta y nueve y no de otro. Para hacer que nuestro ojo vuelva a hacer inocente, o mejor dicho, límpido, es menester reconocer y contabilizar la cantidad de arquetipos que impiden una visión nítida. Y no sólo la cantidad, también la repetición de arquetipos que poseemos (el lector curioso visitará los trabajos en los que Deleuze habla sobre el simulacro, el fantasma y el mimo). Decía Baudrillard que el aluminio connota la idea de «tecnología», y el ojo avisor del relato observa eso, «aluminio», «faldones de aluminio». En nuestra retórica visual todo lo que no se mueve de forma ondulante es algo que se desliza, y lo que se desliza anda sobre algo liso, es decir, sobre un camino suave, directo. ¿No percibimos los mismos fenómenos en las ceremonias de las tribus ajenas a nosotros? ¿Todo lo que no sea directo es complejo? ¿Que la boda de una jovencita africana implique la autorización de cincuenta hombres nos parece «ruidoso», «accidentado», es decir, «poco liso»? En el relato leemos el afán de originalidad del occidental que, contrariamente al oriental, quiere ser ente o cosa aparte (`disjecta membra´), no cosa inmersa (`injerta´). Al escrutar objetos de estudio sociológicos, tales como la emigración, la exogamia o la cohesión nacional, buscamos la fragmentación, el aislamiento, la explicación tajante o conceptual. No podemos forjar un conjunto semántico con partículas disímiles semánticamente, esencialmente. Y así como no podemos formar un cuerpo humano con una pierna de palo, con otra de metal, con un estómago de vaca y con ojos de águila, tampoco podemos formar un «cuerpo social», como dicen los sociólogos, con historias económicas, economías políticas, filosofías analíticas y políticas marítimas, y menos con conceptos que divergen hasta en su estilística. Otro vicio del sociólogo o antropólogo occidental, es: medir la historia a fuerza de tajos temporales o espaciales. Volvamos a los orígenes, y preguntémonos otra vez lo siguiente: ¿cómo sé cuándo un grupo de granos de tierra empieza a ser un montón?, ¿cómo sé distinguir entre un pueblo grande y una ciudad chica?, ¿cómo saber si una ciudad es tradicionalista con espasmos modernistas o modernista con nostalgias tradicionales? Al observar tribus, por favor, citemos antes un bello poema de Shepard: «La gente de aquí/ se ha convertido/ en la gente/ que finge ser». Foto cortesía de Fotolia.
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