Apuntes para la clase de semiótica– Banquo le dijo a Macbeth que las apariencias terrestres son tan burbujeantes y alucinatorias como las distorsionadas apariencias que produce el agua. En los mares de la épica añeja, es decir, en la épica homérica, es el agua del mar el ingrediente supremo para urdir primores, sirenas, apariciones y mitologías. La oscuridad, cuenta Cide Hamete Benengeli, hizo que el Quijote de la Mancha creyera que era víctima de encantamientos y que veía fantasmas allí en donde sólo había hombres disfrazados de ángeles y demonios. El Dante, el florentino amigo de Cavalcanti, ha dicho en su gran Comedia que es imposible mirar de frente la luz de la divinidad. Goethe, en su `Fausto´, nos enseña que la ciencia es gris, opaca, pero que la naturaleza ostenta colores alegres, tanto, que no los vemos con nuestros míseros ojos occidentales. Es bien sabido que Occidente es ciego, que piensa en un Homero ciego, como quería Oscar Wilde, para recordar que la poesía está hecha de música, de «hexámetros de acero» sonoro. Tal ceguera impide que nuestra ciencia sociológica tenga una visión nítida, o en términos de Wittgenstein, «perspicua». No podemos conocer la cultura, la religión o los rituales de una tribu cualquiera con nuestros ojos, con nuestros teóricos ojos («la lectura agobia y anteojos de bruma pone en la nariz», ha dicho Pezoa Véliz). No existe en la Tierra, al menos, un par de ojos puros. Todos los ojos están distorsionados por el agua, que poéticamente está hecha de la filosofía de Heráclito, que alegóricamente fue un hombre hecho de nostalgias y deseos. Gastón Bachelard escribió un psicoanálisis o análisis del alma del agua, en donde dice (`El agua y los sueños´): «El realista elige así `su´ realidad en la realidad. El historiador elige `su´ historia en la historia». Despacho las siguientes conjeturas. Los occidentales estudiamos los códigos con los cuales se comunica un pueblo, pero en tales códigos buscamos lo conocido, no lo desconocido, cayendo, así, en el logocentrismo. Si buscas a Dios, decía Goethe, es porque ya lo has encontrado. Procuramos, con esmero, colocar nuestras estructuras epistemológicas sobre objetos que muchas veces no están hechos para aceptar el peso de dichas estructuras. Lévi-Strauss propone que los mitos y los relatos se analicen buscando en ellos un armazón, un código y un mensaje. Tal nos recuerda a Lasswell: ¿quién habla?, ¿a quién se le habla?, ¿por qué medios se habla?, ¿qué respuesta se espera del receptor? Tal vez en otras tribus no existan los binomios que existen en nuestros códigos comunicativos, y tal vez no haya, allende de nuestras narices logocentristas, un emisor y un receptor, un escritor y un lector, un oferente y un consumidor. Analicemos una fábula china que se le atribuye a Jan Fei Dsi, autor anterior a Jesús, posible padre del logocentrismo. Dice: «Era un campesino del Reino de Sung. Un día, una liebre que corría atolondrada se estrelló contra un árbol de su campo, se desnucó y cayó muerta. Entonces el campesino abandonó su azadón y esperó bajo el árbol a que apareciera otra liebre. No llegaron más liebres, pero el campesino llegó a ser el hazmerreír del Reino». Declaran los lingüistas que la Lingüística se acota al estudio de los sintagmas. ¿En dónde cortar los párrafos? Esto parece un problema histórico, no del lenguaje. Iniciemos la vivisección del fabuloso animal semántico. En el relato hay un contrato (el Reino de Sung contrata al campesino), uno que se rompe o casi se rompe por culpa de la haraganería de uno de los personajes. He ahí el armazón moral: un contrato social («comercial», diría Marx, porque la economía es el pilar de toda cohesión social) que nos recuerda las peroraciones de Rousseau. ¿Qué mensaje se quiere dar? No confiar en los sentidos, no esperar y actuar. ¿Y qué hay del código? El autor usa la palabra «atolondrada» para explicar que por esos rumbos posiblemente las libres no eran comunes y corrientes, aunque el campesino sí lo creyera así. Y por crédulo terminó siendo objeto de burlas y risas. ¿Qué cosmovisión hay detrás del relato? Para el chino de los viejísimos siglos, sí, era importante saber que el conocimiento nace con la perenne rectificación y prudencia (el lector curioso leerá el `Tao Te King´ y los `Cuatro Libros Clásicos´ de Confucio para corroborar lo mentado). Pero, ¿estudiar este relato nos enseña algo especial sobre China? No. Sócrates, como Platón, creía que el conocimiento debe ser distinto, claro y evidente (Descartes así lo creía, Spinoza buscó el saber intuitivo y no compartido y Bachelard sostenía que las intuiciones primigenias, las populares, servían para ser destruidas). Si leyéramos cientos de relatos, mitos y fábulas, si estudiáramos textos sudamericanos (poesía gauchesca), norteamericanos (Twain conocía bien a `Natura´), europeos (las enseñanzas de Layamon o Caedmon) u orientales (los autores axiales de Karl Jaspers, tales como Zaratustra o el Buda), encontraríamos mensajes similares, armazones similares, pero no códigos similares. Las diferencias culturales están en los códigos, entonces. ¿Por qué se ha elegido la liebre para moralizar al oyente? Lévi-Strauss diría que es necesario componer un diccionario de seres, un «sistema de seres». La liebre, en muchos países, simboliza cosas facsímiles. Lévi-Strauss propone que su «bestiario» sea armado semánticamente, no léxicamente, es decir, alegóricamente, no filológicamente. En Occidente, sigo, los animales y como quería Descartes, no tienen tanta alma o un alma de la calidad del alma humana, mientras que en Oriente las cosas son distintas. Para el occidental los seres todos están acomodados verticalmente, y los animales no son enemigos directos del hombre. En cambio, según leemos en la fábula, una liebre muerta es capaz de burlarse de un hombre allá en el Oriente. Las fábulas, es bien sabido, echan mano de animales para dar lecciones morales, echan mano de los rasgos más pronunciados de los animales para facilitar la comprensión ética. Pero que un león se enfrente con un lobo o un águila con un búho no es lo mismo que arrostrar a un hombre con una libre. ¿Por qué el campesino abandonó su instrumento? ¿Por qué reposó bajo el árbol y no bajo la «sombra» del árbol? ¿Qué código hay detrás de todo esto? ¿Por qué llegó la liebre adonde llegó? Una lectura inocente, empírica, una que se conforma con los datos de la intuición (materialismo sin racionalidad, idealismo sin discurso), cae en tautologías, en bagatelas. Detrás de la neblina sintáctica hay una jerarquía social, hay un Reino, hay un campesino chino que no tiene, como todos los chinos, una visión milenaria, hay un modo de producción, instrumentación, un sistema de comunicaciones que hizo posible que el Reino supiera la imprudencia del pasivo campesino. Hemos aplicado un lenguaje económico sobre una fábula china a guisa de ejercicio sintético. Y la economía, a su vez, usa metáforas políticas para explicarse. Y la política, ahora, esgrime lexicografía psicológica para tejer sus supuestos. Todo análisis semiótico exige que hagamos comparaciones, comparaciones odiosas que nos quiten las lágrimas o los «anteojos de bruma» de la nariz.
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