Clase de Semiótica– Cuando Julio César sintió puñaladas, cuando vio que Bruto lo traicionaba sintiéndose hijo de una moda política, dijo: «Tu quoque, fili mi». Sospecho que para César la locura era contagiosa, tanto como la moda. La moda es una locura, una virulenta ráfaga de usos y costumbres que impregna al hombre en la calle, sobre todo en la calle. Hay modas políticas, y por eso José Martí, el «supremo varón literario», como de él dijera Alfonso Reyes, sostuvo que las tiranías latinoamericanas, lectoras de clásicos de moda, eran causadas por la figura del César, que se había fragmentado e inoculado en las gentes del continente nuevo. La política, a su vez, es una institución, y es justo en las instituciones en donde los sociólogos buscan los orígenes del carnaval o de la risa, como Bajtín, o los del juguete y del mito, como Baudrillard y Barthes. Cada institución provoca tales o cuales reglas, que luego se hacen leyes, que luego se hacen lógica, que después se hacen gusto estético y hasta ético, si es que la bondad es cuestión de deleite gustoso. Muchos, variados y brillantes han sido los artistas procuradores de rupturas semánticas, y uno ejemplar fue William Hogarth, que prefigurando indirectamente sendas tesis de Foucault, pintó `El progreso del libertino: Escena en un manicomio´, lienzo al óleo yaciente en el `Museo Sir John Soane´. ¿Quién está loco? ¿Loco es quien luce diferente? ¿Es loco el que jamás cambia de opinión? ¿Locura es singularidad? ¿El que usa palabras inadecuadas es loco? ¿Loco es el imitador que no piensa en lo que imita? ¿Loco es el que se funde con la sociedad? Salgámonos de la cuestión y vayámonos a la afirmación, abridora de rutas, no de huecos. En el cuadro, según la Retórica Visual enseñada en las universidades, no hay una clara distinción entre lo Bueno y lo Malo, ya que hay harta heterogeneidad de personajes, pues hay damas altivas y las hay agachadas, hay monólogos y diálogos, luz y sombra. El gusto, que siempre es una moda, es sincrónico, y un griego diría que la del abanico es loca y cuerdo el que reposa, aunque un medieval creería que los suplicantes reciben revelaciones, que cuerdos son. Anotamos lo notable, como dijo un lingüista. Sólo podemos conocer el gusto a través de las instituciones que nos sombrean y en caverna platónica nos sepultan, que son el objeto de estudio de la sociología. El `pathos´ que nos gobierna desde hace varios siglos es el bíblico, el mamotreto que oscurece a los demás mamotretos es la Biblia. En Grecia, sí, la locura era un desorden, y en la Edad Media un castigo, y en el Renacimiento una Revelación, y hoy es una rareza médica, casi biológica, pues Freud hizo de lo mental o ético cosa genética. Hemos hablado, antes, de diálogos y monólogos, de hombres ensimismados y de hombres que parlan, como Swedenborg, con los ángeles. En la Historia del Arte hay rupturas, pliegues, modas que no se acaban, que sólo cesan y que siguen, a pesar de todo, debajo de nosotros, que siguen configurando nuestras instituciones, esto es, nuestro gusto, nuestra forma de dialogar y de monologar. El antiguo artista clásico, el creador de mundos cerrados, épicos pero íntimos, es decir, Plutarco, operó en Shakespeare, avezado en monólogos, así como en Cervantes, avezado en diálogos. Ambos, a su vez, representando lo elitista (Hamlet, Macbeth, Antonio, etc.) y lo proletario (Sancho Panza), tocaron a Marx, que tocó a Dostoievski, ruso que logró, según Leonid Grossman, el máximo cometido esteticista (`La poética de Dostoievski´): «crear una obra unificada y al mismo tiempo integrada por toda clase de elementos heterogéneos». El ruso marcó hitos, hiatos, forjó formas de hielo, puso de moda el arte de lo ecléctico, de lo «polifónico». En la pintura de Hogarth también hay eclecticismo, hay aristócratas, pobres, clérigos, músicos, místicos, hay de todo, hay un crimen y un castigo, parafraseando una obra de Dostoievski. Robar a la cárcel nos lleva, y desobedecer éticas al manicomio nos lleva. Determinar por qué nos gusta el cuadro de Hogarth, o la obra del ruso, el `Quijote´ o el teatro de Shakespeare, nos remite al estudio de los movimientos sociales, del movimiento ajedrezado de las instituciones, casas y edificios móviles que día a día trastocan su código postal, como en famoso cuento de Galdós, redactor que ya no nos gusta porque su léxico, su gramática y su percepción del mundo son cosas que pertenecen a lo diacrónico, tal vez a la escuela clásica, a Quevedo y al léxico de Cervantes, no a la psicología de Cervantes, que moderna es, que de rugoso y vivo discurso está formada. Afirma Roland Barthes que después de la Revolución Francesa las palabras malsonantes se injertaron en el habla normal, normalizada, pues expresaban sentimientos reales que no tenían maneras de manifestarse, que no tenían una «fonética oficial», si nos permiten los términos. Si el gusto se adquiere y después se pulimenta, ¿en dónde hay que buscarlo? Afuera, en la calle, allá en donde la gente «mezcla en palabras impías un chiste a una maldición», como hacía Don Félix de Montemar. Si en los libros griegos el líder político es el que conoce mejor «las vueltas», será apreciada la silueta del jinete y todas las siluetas parecidas. Si en los libros rojos de Rusia el orador es el salvador, entonces las siluetas de exaltados ademanes serán las mejor vistas. En el `Quijote´, libro occidental promotor del rompimiento de clases, un académico fusiona en una misma imagen las siluetas proletarias y aristocráticas, diciendo: «Esta que veis, de rostro amondongado,/ alta de pechos y ademán brioso,/ es Dulcinea, reina del Toboso/ de quien fue el gran Quijote aficionado». En Hogarth, en el `Quijote´, hay pastoras que reinan, hay Juanas Locas, hay sabios escuderos vulgares, hay libertinos encerrados, hay fe e incredulidad, hay, en fin, el gusto nuevo, abstracto y difuso del arte moderno, que siempre se conforma con poco, según una apreciación estética de Paul Valéry.
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