El judío Martin Buber nos ha enseñado, tomando las filosofías de Kant, de Nietzsche, de Scheler, de Marx, de Hegel y hasta de Feuerbach, que el hombre construye su mundo sin saber cómo lo hace. Buber sostiene que el hombre siempre va a la zaga, tras sus cosas, tras sus objetos, atrás de las personalidades que urde y de los conceptos metafísicos que esgrime para explicar la esencia de lo humano. El hombre despierta y contempla, asombrado, el desorden que ha fabricado en nombre de un ideal, del «progreso», que, como diría Karl Kraus, consiste en cambiar la decoración de nuestros hogares y en pergeñar teléfonos sofisticados y transmisores de bárbaros soliloquios que afanan ser diálogos. Abigarrado, el mundo enfrenta al sociólogo, al ilógico ojo sociológico, que no sabe por dónde comenzar sus estudios. Para hacerlo, echa mano de la filosofía, que harto complicada es, o que así parece ser. En las maravillosas `Philosophische Bemerkungen´, de Ludwig Wittgenstein, de vienesa estirpe, leo (Axioma 2): «La filosofía desenreda los nudos de nuestro pensar, los cuales hemos de un modo absurdo generado; pero para lograr eso, la filosofía debe hacer movimientos que son tan complicados como los nudos». ¿Qué pasa cuando nuestro hogar es la representación del Apocalipsis, del caos, del desmán o de la tropelía? Perdemos las cosas, perdemos tiempo procurando encontrarlas. Tal desbarajuste, como la mente, impide una «representación perspicua» (`Übersichtlichkeit´). He construido tales imágenes para pensar en la sociedad, que similar es. El niño no sabe usar las reglas gramaticales y el hombre moderno no comprende las reglas de la sociedad moderna, sociedad que Marx penetró con agudeza. Desanudemos, preguntemos: ¿es la sociedad que escrutaré similar a otras sociedades?, ¿hay alguna sociedad ejemplar o modelo que me permita conocer a la de mi interés?, ¿hay alguna Atlántida utópica o Inglaterra marxista que me facilite la observación? Augusto Comte, en su `Curso´ primordial, ha dicho que una sociedad que comparte sentimientos es una sociedad ordenada, ha dicho que el orden permite que la labor política sea efectiva, y la economía justa, y la filosofía científica y la historia un sistemático deshilvanar causas y efectos. Pero la realidad, nos dicen en la escuela de Roberto de Sorbon, nos brinda sociedades infernales, hundidas en la improvisación, abrumadas por el jazz y desperdigadas por Beethoven. ¿Dónde buscar lo que afanamos? Kant, que fundó una epistemología para buscadores de partículas sociales, enseña: «Perseguiremos, pues, los conceptos puros en sus primeros gérmenes y rudimentos en el entendimiento humano, en los cuales yacen preparados, hasta que, desarrollados con ocasión de la experiencia y libertados, por ese mismo entendimiento, de las condiciones empíricas, que les son inherentes, sean expuestos en su pureza». No podemos buscar los tales «conceptos» como se busca un alfiler porque ellos, los conceptos, no son visibles. Tendremos, como Marx, que ir del efecto a la causa, partir de la experiencia y elevarnos hasta la ideología. ¿Cómo se relaciona el hombre con el mundo? Lo hace a través de los objetos, de los otros hombres, de las ideas. Tal tríada representa, usando la jerga marxista, el «metabolismo social». ¿Cuál es el acto que más se repite en una sociedad? ¿El acto político o económico o histórico o científico? El económico. Partamos desde él, desde sus rudimentos («de mi frente zarpa un barco cargado de iniciales», dice un verso de Octavio Paz, poeta dilecto de M. Berman, pensador de ciudades). Una mercancía toma dos formas: la del «dinero» (u oro) y la de algún «valor» (moral, digamos). Toda forma implica un concepto (A, B y C), que con el pasar del tiempo se hace representación (A, B y C = +), que sirve para pensar en los objetos (A + B) y para hacer consensos que permiten la comunicación humana. (A + B = C). Marx ha señalado que el «metabolismo social» es un «trueque», mecanismo en el que un «valor» es cambiado por una cantidad de «dinero», ha observado que dicho «trueque» no es simétrico (no toda juguetería da alegría). Anota Marx: «Así, por ejemplo, el que un cuerpo se vea constantemente atraído por otro y constantemente repelido por él, constituye una contradicción. Pues bien, la elipse es una de las formas de movimiento en que esta contradicción se realiza a la par que se resuelve». ¿De qué jaez es dicha elipse? Es temporal. Lo que hoy vale poco para mí, mañana valdrá mucho. ¿Cómo hacer que todas las mercancías siempre tengan un gran valor? Promoviendo el desorden, la incertidumbre, madre de la acumulación. ¿Acumular es planificar? No, pero para una sociedad capitalista, sí. Tales conceptos, diría Kant, «son emparejados por la mera semejanza y ordenados, según la cantidad de su contenido, desde los más simples hasta los más compuestos, en series que no tienen nada de sistemáticas, si bien han sido obtenidas en cierto modo metódicamente». El sociólogo, encontrando el camino para sus investigaciones, podría preguntar: ¿qué significa ahorrar para esta sociedad?, ¿usando tal significado podré conocer la cohesión que mantiene unida a una familia, a una corporación o a un sindicato? Más. ¿Existe el ahorro aquí o es sólo un ideal, una causa que provoca que la gente trabaje y que tenga fe en el futuro?, ¿es el ahorro un valor universal o sólo local? Y si es local, ¿por qué? ¿Las condiciones climáticas y políticas hacen necesario el ahorro o éste es sólo una idea adoptada del extranjero? Y si adoptada es, ¿por qué? «La filosofía trascendental tiene la ventaja –pero también la obligación– de buscar sus conceptos según un principio; porque surgen, puros y sin mezcla, del entendimiento como unidad absoluta y por eso tienen que conexionarse entre sí según un concepto o idea», nos dice Kant. Encontrado el concepto, la ley, ora venida del empíreo, ora de lo empírico, analicémosle, desanudémosle. ¿Es el ahorro un juicio apodíctico («se ahorra»), asertórico («se debería ahorrar») o problemático («queremos ahorrar»)? El ahorro, para una sociedad, podría ser un menester histórico, y su concepto vivirá, así, en el lenguaje, pero sólo en él. El ahorro también podría ser una mera posibilidad, y por ser sólo eso se disfrazaría, sería una idea escamoteada al no ser realizada, al no haber ahorro. El sociólogo, de este modo, buscará las imágenes con las que se representa el ahorro (prensa, publicidad, revistas, televisión), los juicios que sobre éste se emiten (discursos políticos, escolares). He aquí cómo podemos lograr una «representación perspicua» en el sociológico mundo.
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