Un aristócrata recibe explanaciones estéticas de parte de un munificente crítico de arte. El crítico, antes de que dicho diletante entrase en su apetecible museo, leyó las matrículas vehiculares del automóvil del tal, investigó su nombre enviando a un mozo preguntante, lucubró etnocentrismos y se aseglaró para parecer amable. ¿Resultado? La venta de un lienzo valuado en falanges de miles de dólares. Hay expertos en relaciones privadas, como Sherlock Holmes, y los hay, además, en relaciones públicas, como el vendedor comentado. He aquí ocho rasgos del profesional de las relaciones públicas: 1- Mantiene, siempre, buenas relaciones con los demás. ¿Cómo? Apaleando su ego, recordando que una deferencia no es signo de sumisión, sino de astucia. 2- Acalla, presto, los rumores sobre su persona, e ignora los que de los otros se dicen. ¿Que Madame Stein, felizmente casada con Lord Byron, se amancebó con un tunante? Pues sepan todos que el pecado, como dijo Quevedo, «nació para escondido». 3- Es cortés sin ser hipócrita. La caballerosidad, la sápida, la sabrosa, la rica, no parece automatizada, fría, sino cálida. Acomodadle la silla a la posible cliente para que ésta pose su dicotómico ser, pero hacedlo lanzando un chiste inglés, una diatriba contra los republicanos o engarzando razonamientos epistemológicos, pues sólo así la caballerosidad parecerá de natural talante. 4- Muestra una personalidad atrayente, exótica. ¿Cómo? Trayendo, por ejemplo, un tomo de bolsillo de las obras de Hesíodo en el traje (en griego será mejor), intercalando datos históricos en la vendedora arenga, diciéndole a los impuestos «alcabalas» y explicando los orígenes árabes de la palabra «alcabala», lo cual será perfecto pretexto para hablar de nuestros orígenes arábicos, libaneses o judíos (y si no hay tales orígenes, inventadlos, como Borges). 5- Practica la comunicación sincera, se interesa por la persona primero, y luego por la familia de la persona, y luego por el negocio que desea anudar con dorado broche, o desabrochándolo. ¿Cómo amenguar el efecto de falsedad o cómo disimular que realmente no nos importan un ardite los niños de cinco años? Hablando genéricamente, apriorísticamente, afirmando, decimos, que admiramos a los padres de familia por su valor, por su paciencia, aunque nosotros, «ignorantes» de tales menesteres, desconozcamos los paraísos que urden los niños con sus berreos apocalípticos. 6- Habla con la boca, con el rostro, con el cuerpo. El profesional de esta laya unimisma, instintivamente, palabra, gesto y ademán («sentimiento, guitarra y poesía», diría Machado el Menor), esto es, de las palabras hace ladrillos, de las manos hace cemento y del rostro hace decoraciones. Morderse el labio antes de mancillar al competidor, ¿qué comunica? Que nos duele decir la verdad, que amamos la verdad sobre todas las cosas. 7- Finge elación con los ojos, escruta el vacío cuando habla de sus proyectos, se pone metafísico al comentar sus planes. Colocad, para emular tal misticismo, la mirada a cinco metros de distancia, no más, no menos. Si más lejos, parecemos soñadores, gentes poco aptas para los concretos negocios; si más cerca, parecerá que estamos coqueteando con la fornida comensal de la mesa yuxtapuesta. 8- Comenta con el vocabulario de los otros, y al argüir con ingenieros esgrime tecnicismos de Deming, y al parlar con militares dice «falange», y con médicos «honor», que no «moral». ¿Cómo evitar parecer falsarios de la palabra? Mesurándonos, soltando, sólo de vez en vez, tecnicismos ajenos. Imagen cortesía de Fotolia.
Comentarios