La publicidad es parte de un proceso de comunicación que se da entre las instituciones, el público y las marcas. Tales entes tienen sus códigos, sus valores, y no hay que confundirlos. Un sistema de valores es un sistema ético, mientras que un código es un sistema o lenguaje hecho para ser entendido sólo por algunos. En la sociedad actual, industrial, es decir, promotora de la competitividad, de la agresividad, hay un «politeísmo de valores», un relativismo («si conviene a mis fines, es bueno», decimos). Los valores se alteran luego de alteradas las circunstancias, siempre después. Hay valores viejos que perviven, que siguen operando en la cabeza del público a pesar de los cambios ambientales o políticos, y es obligación del publicista serio encontrarlos, interpretarlos y usarlos para crear argumentos sólidos, infalibles, de los que toleran o soportan cualquier clase de refutación. La publicidad, más que rejonear y matar la voluntad del receptor, debe guiar, y más que amilanar, debe alentar. Toda escala de valores tiene una parte luminosa y una parte oscura, siendo la parte oscura la que todos quieren omitir, ignorar, pues nadie afana ser tragediante. La publicidad, por tal, es más efectiva cuando se estiba en la parte luminosa de una escala de valores. Pero decir «bondad», «optimismo», «industrialismo» o «progresismo» no asegura que nuestra marca será amada, querida, preferida: hay que ayudar a la gente a ejercer el juicio. El juicio, para algunos, se manifiesta al elegir algo con base en el «sentido común», aunque para otros es un talento innato. Son los ejemplos, decía Kant, las únicas herramientas pedagógicas capaces de pulir el juicio. ¿Es un testimonial un ejemplo? No: sólo es el resultado de un ejemplo. ¿Es una escena de acción un ejemplo? Sí, pero toda escena de acción difícilmente puede transmitirse mediante un anuncio, aunque hay anuncios que sí lo logran. Recordemos cómo damos ejemplos en nuestra vida diaria. Un joven quiere beber alcohol y su padre, para evitarlo, le dice: «Si bebes acabarás mal. Mira, por ejemplo, lo que le sucedió a tu amigo Dylan, que tenía un gran futuro, que tenía una linda novia, que tenía padres que le querían, que lo tenía todo en la vida y que todo lo perdió». ¿Habló el padre del accidente automovilístico que mató a Dylan? No. ¿Qué hizo? Omitió, de la mejor forma, lo grotesco, la parte oscura de una escala de valores, y parló de la parte luminosa de ésta, del devenir (ilusión), del amor (amistad, sexo, intimidad, confianza), del paternalismo (protección, familia), de cosas buenas truncadas por una tonta imprudencia. Un mensaje así, con sabor de advertencia amorosa, es más persuasivo que uno trágico. Imagen cortesía de Fotolia.
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