Escribimos códices para que los otros luego puedan leernos los labios y pintamos para que los otros vean lo que hay en nuestro interior; componemos piezas musicales para que los demás escuchen como nosotros escuchamos y esculpimos ideales en el aire para persuadir a los amigos de nuestras convicciones. El arte se hace, quiérase o no, para el prójimo. Y es el prójimo, el «público», por decirlo de alguna manera, quien allega artistas a la fama o quien aleja talentos del Parnaso. El «público», con su opinión feroz y con sus desusadas críticas, dictamina quiénes son dignos de casarse con la Fama, mujer ciega hermana de Fortuna, mala consejera que prefiere al coplista improvisado que encuentra por la calle y que urde versos para ellas que al poeta culto que parla y arregla sonetos para cantar grandezas. Bien decía Cervantes que las mujeres no creen que una poesía esté dirigida a ellas si entre las décimas no ven impresos sus nombres y apellidos y árboles y ramas genealógicas. ¡Poco importan los cielos y los mares si no son recorridos en nuestro nombre! ¡Oh vanidad! Es necesario entender, para saber qué clase de obras son las que gustan al «público», qué o quién es el «público»; y para hacerlo, como acostumbramos, nos ayudaremos de la prosa de los maestros, y en este caso de la de Larra, el romántico. En su famoso artículo bautizado con la cuestión `¿Quién es el público y dónde se le encuentra?´, dicta: «Esa voz `público´ que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vacía de sentido o es un ente real y efectivo?». «Comodín», masa que se amolda a todo; «comodín», porque tal palabra anda vestida desta otra: «pueblo»; y ésta de otra: «democracia»; y ésta de otra: «igualdad»; y ésta otra: «justicia»; y ésta de otra: «verdad». Mas no nos cansemos tejiendo retahílas semánticas, que con las palabras echadas sobra. Si unas obras gustan a la masa, los autores de las tales dicen que ésta es culta, sabedora, prudente, fina; pero si no, dicen lo contrario, que es burda y grosera. El autor, ora de poemas, ora de pinturas, ora de teatro fácil, llamado cine, piensa que el «público» conoce todos los sudores, angustias, préstamos y desgracias que los artistas deben padecer para crear una magnitud estética, una obra de arte, pero no es así. El «público» puede leer en tres tardes lo que a un dramaturgo costóle un año de madrugaciones; el «público» puede ojear en treinta segundos una pintura que tardó meses en secarse en el magín del autor; una opereta redactada con la mejor versificación, con la más chispeante, puede sacar bostezos y silbidos y no aplausos y éxtasis admirativos. Ya decía con certeza Ortega y Gasset, en su libro `La deshumanización del arte», que al «público» descalificado, masivo, «le importa sólo el efecto último y el total que la obra le produzca y no se preocupa de analizar la génesis de su placer». El público es una masa que refleja, como la luna, la luz del sol. Imaginad que un actor plañe y que con su plañir mete una «espina dorada», según poema de Machado, al corazón de las mujeres; los hombres que las acompañan, en viendo en los ojos déstas lágrimas, razonan que el cantante algo tendrá de espiritual para causar esas emanaciones, e imitan el llanto; luego los ancianos observan el júbilo de la juventud y piensan: «Los jóvenes todavía sienten», y recordando sus años mozos lloran; y al final, ¿qué tenemos? Aplausos. «Fiat lux, et lux facta fuit»; hágase el mar salado, y el llanto se hizo; hágase el gesto patético, y el aplauso se hizo. Y no olvidemos que hasta gentes del jaez del Quijote se preocupan por el decir del «público». ¿No tenía Sancho que dar razones al Quijote sobre las opiniones del «público» de su desfacer? ¿Qué sabían los malandrines y duquesas de achaques de caballeros andantes? Decía Borges que el «público» gusta del «Pathos» hecho «Logos»; decía Schopenhauer que al «público» le importa el contenido, el tono del verso y no su métrica; decía Pound que el «público» indocto más quiere arte infiel, improvisado, que arte fiel, científico. Concluyamos diciendo que el «público» no pretende teología ni filosofía, sino misas y luces; quiere, en fin, ser protagonista de todas las obras que contempla.
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