En la muy excelente película “Doce Hombres en Pugna” (“12 Angry Men”, Sidney Lumet, 1957) la acción transcurre casi íntegramente en la sala de deliberación de un jurado. Son doce hombres (en pugna, claro) que están decidiendo si el acusado es culpable o inocente; si es culpable, será condenado a muerte. Uno de los jurados, interpretado por Robert Webber, se presenta como publicitario: cuenta avisos y campañas y, como no podía ser de otra manera, hace chistes permanentemente. Hasta que se le ocurre hacer uno en medio de una agitada discusión. Para qué: otro de los jurados lo increpa de manera violenta, acusándolo de ser un frívolo y poco menos que un imbécil por bromear cuando está en juego la vida de una persona. La escena es un temprano ejemplo de la opinión general sobre los creativos publicitarios. Esa extraña relación de amor-odio (tirando más al odio) de la sociedad hacia la parte creativa de nuestra industria; relación que suele extenderse hacia cualquiera que trabaje en esto, sea cual sea su profesión. Hay muchos casos de avisos publicitarios que han recibido críticas tan furibundas que llevaron al levantamiento de la campaña. Entre esas críticas siempre se destacan los variados insultos a la agencia que hizo el aviso y, en particular, a los creativos de esa agencia. Siempre he tenido la sensación de que el repudio hacia los creativos supera, por mucho, al repudio a la marca, tan o más responsable de la cuestionada publicidad. Este ensañamiento con los creativos no es un caso aislado: cuando una pieza publicitaria no satisface a alguien, se desata de inmediato una catarata de insultos a los “creativos publicitarios” que la pergeñaron; cuando, en cambio, un aviso resulta un éxito y la gente lo comparte y recomienda en redes sociales, casi nadie recuerda que también lo hicieron “creativos publicitarios”. Como suele suceder, la culpa de esta situación es tanto del chancho como del que le da de comer. Por un lado, el imaginario popular tiene ya formada una opinión sobre los creativos: quiénes son, qué hacen, cómo viven. Y por otro lado muchos creativos, de antes y de ahora, han ayudado con fervor a construir esta opinión –tampoco se trata de victimizar(nos) a los creativos. El caso de “12 Angry Men” es solo uno de los muchos ejemplos ofrecidos por la cultura popular sobre cómo nos ve la sociedad, y varios de esos ejemplos son indudablemente una exageración paródica. Pero atención: para que esa exageración exista, debe haber un original, y ese original representa la imagen que todos tienen de los creativos. ¿Y cuál es esa imagen del creativo publicitario que tiene casi todo el mundo? Es un tipo (nunca una mujer) limpio pero con pinta de sucio, que maneja mucho dinero, es soberbio, conduce un auto caro, tiene gustos gastronómicos raros y exquisitos, usa varios dispositivos móviles, luce anteojos negros las 24 horas, bebe alcohol, consume alguna que otra droga y, en general, ostenta un desprecio bastante marcado por el resto del universo. Esta imagen que, insisto, está parcialmente basada en hechos reales, ha sido y es perpetuada por la cultura y el entretenimiento: desde el misógino personaje de Mel Gibson en “Lo Que Ellas Quieren” (“What Women Want”, Nancy Meyers, 2000) hasta el protagonista de la novela “Un Publicista en Apuros”, de la escritora argentina Natalia Moret. Este último caso es muy representativo de esta imagen del publicitario: para construir su trama, Moret necesitaba que el personaje fuera alcohólico, adicto al crack, mujeriego, estafador e irresponsable, entre otras bellezas. Y para que resultara creíble, lo hizo publicitario: es lo que la gente espera y supone del gremio. ¿Por qué? En parte, por estos mitos acerca de la profesión: • Los publicitarios hacen un trabajo que cualquiera podría hacer, y cobran demasiada plata por ello. • Los publicitarios me quieren hacer comprar cosas. Esto es, quieren separarme de mi dinero. • A los publicitarios les caen las mujeres del cielo. Los comerciales de Axe no hacen más que reflejar su vida cotidiana. • Los publicitarios se mueven en ambientes glamorosos. Cuando no están en una oficina espectacular, están filmando en una locación soñada. O en un bar o restaurante al que los mortales comunes no tienen acceso. O, peor todavía, en Cannes. (Esta lista es solo una aproximación; como todos sabemos, puede ser mucho más larga. Los invito a contribuir a ella.) Hace poco, en la Argentina se popularizaron dos hashtags de Twitter mediante los cuales la gente declaraba su amor o su odio (así, con estas contundentes palabras) hacia determinadas “propagandas”. Muchísimos usuarios se sumaron a los hashtags y muchísimos avisos se vieron elogiados o defenestrados. Es que la relación de la gente con los “creativos” y con la misma publicidad es, como dije antes, una relación de amor-odio. Esto hace que cada nuevo aviso, y en particular los comerciales de televisión, sea esperado con ansias y examinado con profundidad para, luego, ensalzarlo o condenarlo. No hay términos medios, y no parece algo que se pueda cambiar en el futuro inmediato, si es eso lo que pretendemos. En definitiva, no importa tanto si lo que despertamos es amor u odio. Lo que importa, como dice el título de esta nota, es que nos sigan pidiendo más.
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