Siempre recuerdo con nostalgia, y no porque me agradase la frase ya que siempre la encontré fuera de sitio y sin mucho sentido, esa máxima del comercio tradicional que reza «el cliente siempre tiene la razón». Digo que la veo fuera de sitio porque al usarse siempre parece no encajar nunca en un momento del tiempo y que no tiene mucho sentido porque nadie tiene siempre la razón. Es una frase que quizás apela más a momentos puntuales de obligado auto conformismo cuando hemos sufrido un revés con un cliente que haya redundado en pérdida para nosotros. Es un eslogan para querer dar a entender que cualquier cosa que el cliente exija es digna y atendible, convirtiendo el acto de pagar por un producto o servicio en algo más que la contraprestación por adquirir uno u otro. Es un canto al conformismo más absoluto, una especie de esclavitud hacia quien paga por lo nuestro como si el valor de lo segundo fuera inferior, incluso, al valor de lo primero. Parece que no hay que tomarse muy al pie de la letra dicho referente porque no hay argumentos sólidos que lo defiendan más allá de consumir los recursos que usemos para pronunciarlo. Sin embargo desde hace unos años parece que ha vuelto a renacer consecuencia de los complicados momentos que seguimos viviendo. El consumismo social sigue creciendo sin límite visible aunque la palabra «crisis» siga nublando nuestro día a día. Nuestras empresas son más partidarias del copiar-pegar que del ser creativas, quizás buscando el mayor y más inmediato éxito en el menor tiempo posible. El concepto de ser competente para triunfar casi no se entiende y por contra se invierte mucho tiempo y recursos en complicarle la vida a los competidores. ¿Nos falla la óptica? Parece que sí porque no es lo mismo avanzar más que mi competidor dejándole atrás, que frenarle para tener la (falsa) sensación de que estamos avanzando. Es sorprendente la capacidad que tiene el ser humano de engañarse a sí mismo, tanta que somos capaces de vernos avanzando a ritmo sostenible cuando en realidad es el entorno el que está desacelerando. Einstein nos iluminó sobre la relatividad dándonos a entender qué está pasando en un sistema en movimiento basándonos en el comportamiento del que se mueve y del espacio en el que se mueve, bañado todo ello por el tiempo. Pero seguimos sin entender muy bien lo que es la relatividad. Uno de los ejemplos más claros de balanceado erróneo es la auto asignada y asumida capacidad por parte del cliente de sentirse dotado del derecho a cuestionar, e incluso decidir, si es correcto el precio de un producto. Este hecho que parece insignificante ha sido motivo incluso de quebranto funcional de mercados emergentes donde la falta de percepción del valor de producto por parte del comprador potencial ha minado el valor real del mismo impidiendo su desarrollo. Parece no asimilable el hecho que una persona que adquiere un producto porque es evidentemente incapaz de crearlo se considere dueña de impregnar de coste ajeno un producto del que desconoce por completo el valor. Y si agravamos este hecho con que el valedor del producto puede no sentirse capaz de interceder por el mismo, sea cual sea la circunstancia causante, está perdiendo la guerra antes de librar su primera batalla. Sun Tzu en su aclamado «El arte de la guerra» dice que cuando atraes al enemigo a tu terreno su fuerza está vacía mientras que la tuya está llena y es en ese terreno en el que debes luchar. Ceder la premisa del valor de producto creado en pos de una venta es estar vacío de valor lo que conduce a un vacío de razón que nos desarma. Debemos tener siempre la fuerza llena por nuestros productos. Hace años, cuando los mercados vivían momentos de plenitud donde la demanda casi siempre superaba a la oferta, todo el mundo era capaz de vender. Ahora, cuando la oferta supera con creces la demanda, cuando el copiar-pegar masifica los mercados en tiempo récord y cuando la igualdad en precios, calidades y difusión crea cuellos de botella, todos se quejan de que no les compran. Es similar a cuando estudiábamos, los profesores nos suspendían pero las buenas notas las sacábamos nosotros. Y no son circunstancias aisladas en mente de personas físicas ajenas al mundo profesional. En multitud de ocasiones un cliente que lucha por dubitar un producto con la idea de bajarlo de precio, al cambiar de lado del cristal es capaz de retirarte el saludo en su papel de vendedor cuando tú, en el tuyo de comprador, intentas la misma estrategia. No podemos vivir dopados por la dogmática pero falaz idea de que nuestras apreciaciones siempre son las correctas y el resto son, cuanto menos, dudosas. Siguiendo la línea de parafraseo, el gran Antonio Machado, poeta español de la gran Generación del 98 defendió siempre que «todo necio confunde valor y precio» en clara alusión a la diferencia entre ambos, siendo extensamente usado como argumento metafórico en multitud de situaciones de divergencia cognitiva humana. Antes se vendía sin más y ahora cuesta mucho que nos compren. Vivimos un desequilibrio comparativo que probablemente volveremos a vivir en una década pero no por ello debemos perder nuestra honestidad creativa y debemos dejar de ser guardianes de nuestro valor. No olvidemos que todo lo que vale, cuesta pero no todo lo que cuesta, vale.
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