Hemos comentado ya en alguno que otro post, que nos posiciona como necio el confundir valor y precio, siendo acuñada esta máxima por el poeta español más joven de la Generación del 98, Antonio Machado. Se podría hablar largo y tendido sobre valor y precio y no sólo en entornos económicos, sino en cualquier aspecto relativo a nuestras vidas. Por igual todos sabemos que una imagen vale más que mil palabras, de ahí el juego con el título de mi post de esta semana. En realidad la frase proviene de un proverbio chino mal interpretado que no superponía a la imagen sobre la palabra sino que las hacía convivir en armonía y su traducción más en consonancia con el significado que los chinos querían impregnar era “el significado de una imagen puede expresar diez mil palabras”. A pesar de ello y de qué el publicista americano que incluyó la frase en una publicidad de Royal, con un sabio chino y un bizcocho enorme, derivase a nuestros días como la que conocemos, entender valor y precio es importante cuando hablamos de empresa y de profesionales. Hoy día, con numerosas formas de difundir información de forma sencilla y a nuestro alcance, es muy fácil encontrar quintales métricos de barbaridades escritas libremente por personas que, lejos de querer engañar o crear confusión a conciencia, escriben sin conocimiento de causa desde la privacidad que aporta Internet y los nick en cualquier foro, blog o espacio de difusión de contenidos que se encuentre. La famosa presunción de inocencia que a todos se nos antoja interpretada del revés en multitud de ocasiones, aparece en concepto en el mundo de las palabras. Porque cuando uno escribe debe ser consciente que todo queda escrito, aunque suene a obviedad. Eso implica que se puede leer una y otra vez, que cada persona lo interpretará a su manera y que lo explicará de una manera diferente a otra persona que iniciará de nuevo el ciclo. De ahí el miedo a las malas lenguas que con el apoyo de Internet se han convertido en malas teclas. Porque cuando uno habla mal de algo o alguien es donde se activa ese mecanismo humano tan curioso de creer con mucha mayor facilidad un argumento falaz que uno válido, lubricado por una extraña insistencia en seguir creyendo la falacia a pesar que ésta haya sido desenmascarada. Y ésta, no nos engañemos, es una herramienta muy poderosa en manos de personas que cuando repartieron escrúpulos y honradez en clase, no asistieron ese día. Hoy día la imagen de una empresa y un profesional es muy importante, si son manchadas será complicado sacarles lustro de nuevo y para muchos, la renovada y recuperada imagen, será como un jarrón roto y pegado con cola de contacto, de lejos da el pego pero de cerca se ve que sigue roto. No hablamos de justicia ni de verdad, hablamos de hechos manifiestos y fáciles de ver de personas y empresas que acuden a la comunicación engañosa, de palabra o escrita, con el objeto de acreditarse utilizando para ello el comodín de la desacreditación de terceros. Muchos dirán, ¿y por qué no? De todos modos nadie sabrá quién lo ha dicho, y si lo saben no importa porque vivimos en los tiempos del “no pasa nada”. Los que penséis esto al leerme, que los habrá y no pocos, podéis dejar de hacerlo y no porque no me interese que no sigáis sino porque estas palabras no cambiarán vuestra línea de vida y siempre me ilusiona pensar que cada persona que me lee saca una conclusión para sus adentros. Uno nace con la capacidad de engañar a los demás para ganar crédito y eso se lleva en el ADN. Y eso tiene un coste, un coste muy importante para la empresa referida en la falacia porque de ella viven familias. Un coste delicado para el profesional porque la mayoría de nosotros sólo tenemos lo que vemos cuando nos miramos al espejo y no podemos cambiar de nombre como haría, al extremo, una empresa. Y es costoso para la sociedad y el tejido empresarial porque siembra de discordia entornos antaño plagados de consenso y colaboración. Por eso una palabra cuesta más que mil imágenes, porque hablar mal de algo o alguien pensando que quien nos escucha recibirá crédito de nuestras palabras por todo lo “malo” que pensamos saber de ese algo o alguien, no es una estrategia constructiva sino destructiva. Y como se dice coloquialmente, al final todo se sabe. O aprendemos a conocer nuestras limitaciones y trabajar nuestras cualidades para ser mejores cada día, o nos quedarán escasas herramientas para crecer y, sobre todo, para consolidarnos y ser sostenibles. Y en un mundo exigente, en un mercado colapsado por la urgencia y la facturación a cualquier precio, en un mundo de comunicación global velozmente canalizada, el descrédito gratuito en pos del crédito personal ha encontrado una placa de Petri donde el engaño y la manipulación de un tercero no conocedor del algo o alguien, es un caldo de cultivo de rápido crecimiento. Pensar antes de hablar se estila cada vez menos y hablar para inducir a pensar está casi olvidado. Día a día encontramos profesionales que sólo hablan de ellos y las maravillas de su producto sin entender que es a nosotros a los que nos tiene que interesar. Es muy común encontrar personas que esquivarán cualquier verdad de su cliente con tal de ocultar un error suyo sin entender que ese cliente es quien ha detectado el problema y que la posición de fuerza que elige el proveedor es un fallo de base al no reconocer la situación. Ejemplos como estos, los que queráis. Y si no, esperad a mañana. Hay que tener cuidado con lo que hablamos, escribimos y cómo nos posicionamos a la hora de mostrar nuestro lado profesional porque es un tatuaje en la piel de nuestro lado humano. Y al final la gente se queda con las caras y las personas a pesar que todos esos devoradores de terceros piensen que el mercado es muy grande y que pueden ser imitadores del caballo de Atila, impidiendo que crezca la hierba por donde pasan pensando que es difícil volver a encontrarse con la persona o empresa vilipendiadas. No hagamos que una palabra cueste más que mil imágenes porque cada una de esas imágenes tiene mucho valor para su propietario.
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