Imagine que está en un banco, que al acercase a consultar una duda reciba la mirada más perturbadora de su vida, que toma un ticket y decide esperar su turno sólo porque le aterra ser apuñalado si intenta nuevamente aclarar sus interrogantes. Entonces se sienta, espera una hora, dos, tres… mira hacia los lados, comienza observar detenidamente a sus compañeros de espera, tal vez converse con el de su derecha y si el de la izquierda está de buen humor, podría intervenir en la charla. Llega el momento de su turno y resulta que la mirada oscura de hace unas horas es reemplazada por otro par de ojos del turno actual, y hasta se respira otro aire, definitivamente esta persona está de buen humor, le ofrece un dulce y una vez aclarada sus dudas, le ayuda a encontrar el producto perfecto para usted, como si quisiera que la vida le sonriera al salir de la entidad. Ahora piense un momento, existen un sinfín de posibilidades que van desde “debe ser un nuevo empleado, estaría coqueteando, su trabajo es sonreírle al cliente, seguramente gana más… etc.” Pero, ¿volvería usted a pasar por lo mismo considerando que la próxima vez el humor del que lo atienda podría ser igual o peor que el primero al que se le acercó? Como en nuestros hogares, la vida nos presenta circunstancias particulares en nuestros empleos, en donde no queda de otra sino que expresar las emociones, porque eso somos, humanos que sienten y padecen. Los empleados también tienen derecho a sentirse malhumorados, pero nosotros siendo su autoridad tenemos el deber de darles confianza y ayudarles en cuyo caso lo requiera, recordemos que también debemos velar porque nuestros clientes sean atendidos por profesionales que presten un servicio de calidad, y si no somos capaces de mantener un clima laboral favorable, dudosamente los clientes se sentirán como en casa cuando acudan a nuestras oficinas. Sigamos con el debate, comenta y comparte.
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