La duda ha estado invadiendo mis pensamientos, en construcción de mi próximo mediático y comercial cambio en mi espacio creativo donde atenderé los más especiales encargos en audio. Esto ha hecho que busque los contenidos más variados para despejar la mente y retroalimentarme de ideas creativas, paridas en la irreverencia; series que nos obligan a esperar meses en un proceso concienzudo de reflexión y que una vez que llegan con una nueva temporada nos vuelven adictos. Esta primera semana de marzo quedó liberada la cuarta temporada de House of Cards, una cátedra excelsa para los amantes del marketing político y una lección de cómo lograr ejercer control por parte de Frank Underwood. Una serie que cada episodio es más cruda, maquiavélica y oscura. Pasé más de 8 horas en la primera dosis y lo hice desde mi sillón blanco, en mi estación de trabajo de producción creativa multimedia. Ver esta serie en Netflix también me trajo nostalgia y reflexión acerca de la pobre caja mágica que ahora solo sostiene una bufanda color noche, con bordados de “te quieros”. Mi televisión literalmente se está muriendo. Cada vez que enciendo la televisión convencional se pierde la conexión y no me refiero a sus circuitos y cables, me refiero a sus entrañas, al lazo que nos unía. La televisión tradicional parece haber dado todo. Ahora me queda decidir si continuó pagando un sistema de cable el próximo mes. Porque todo lo que me interesa ver está en línea y ahí tengo eso que la televisión no supo darme, respeto. Ahora, puedo decidir qué ver, cuándo lo quiero ver y cuántas veces lo quiero ver. Y por más que Alex Lora grite “mamá prende la televisión porque está el Tri de México», cada vez se sintoniza menos la televisión pública nacional. Imagen cortesía de iStock
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