Target” es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de Leike.
Filtro de Reclutamiento. Etnicidad. Caucásica Sexo. Mujer. Edad. 70 a 85 años. Estudios Básicos/Primaria Completa. Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de: Infusiones. Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Leike, era adolescente al llegar a New York, unos años antes a la crisis de los años 30. Se asentó en New Jersey, Hoboken. Un área que le resultó difícil y ajena como inmigrante de un pueblo pequeño de Polonia. No quería estar allí y su resistencia inicial jugaba en detrimento de su adaptación. Su sincero deseo era haber podido crecer y tener su familia en su tierra natal. Siempre había soñado con casarse con el amor de su infancia, su vecino. Moishe Coen, un talentoso estudioso de la Torá y orfebre quién nunca llegó a pisar suelo americano. Fue interceptado y asesinado junto a otros 200 judíos en una turba de ataque y linchamiento multitudinario, conocido como pogroms, que se habían desatado en la Rusia imperial y continuado en la etapa de la revolución bolchevique y seguido también después de la Segunda Guerra Mundial. Leike, sin señales de vida de Moishe, quien iba a alcanzarla en el siguiente barco, aceptó, después de una larga espera, al señor que olía a cebolla y ajo que le presentó el rabino de su comunidad como esposo. Despojada de su tierra, su gente, y su verdadero amor, jamás volvió a sentir afecto ni apego por nada ni nadie. Se resignó a su nueva realidad, acumulando un inmenso amargor. Su vida truncada, de la que se sintió prisionera y víctima. Jamás pudo amar al escogido Sr. Baruj, quién como le decía el rabino, leía la Tora mejor que Moishe, y eso era verdad. Su vida conyugal, si bien era armónica, estaba cobijada y sucumbida en un ámbito doméstico de frialdad y desinterés. En ese lecho anodino nacieron sus tres hijos varones. Leike, empezó a usar el apellido de su esposo y presentarse como americana, siempre de mala gana. Sin nunca perder un ápice del acento de Europa del Este, aunque ella aseguraba no recordar ninguna palabra de su idioma natal. El período de entre guerras fue difícil en América, sin embargo, luego del 45 todo comenzó a mejorar. La reconstrucción y la pujanza económica le dieron la oportunidad de volverse una exitosa comerciante en el rubro de la lencería. Pero no todas fueron alegrías y despilfarro, ya que Leike tuvo que criar a sus tres niños sola, al quedar viuda con tan sólo 35 años. Todo esto le contaba ella, ahora con más de 80 años, a otra mujer de su misma edad, mientras esperaba en una sala moderna llena de gente mayor vestida de negro. Una secretaria los entrevistaba brevemente, refiriéndose a ellos como adultos mayores. Leike estaba triste. ¿Qué hacia allí? ¿Por qué había ido a un evento como éste? Claro, se lo había prometido a Greg hace dos semanas. No podría volverse atrás. Era una persona de palabra. Él se hubiera desilusionado al saber que ella faltaba a su compromiso. Pero qué sentido podía tener participar de una tertulia así. Hablar con desconocidos acerca de sus costumbre y gustos culinarios, qué diría Dios al verla. Ella estaba de duelo. ¿Se valía haber salido de su casa? Además, quién en su sano juicio podía ofrecerle dinero para que ella explicara las razones y las bondades de tomarse todas las mañanas un tecito amargo, bien amargo de apio. La mujer junto a ella al terminar de escucharla se animó a revelarle su dolor. –Se fue con una mujer más joven, una mujer de 70, “¿cómo ve?” Leike no quiso reír y se contuvo. Se lamentó de la desgracia de esa desconocida, pero agregó, ¿Yo tengo 85, y usted? La mujer que cargaba más arrugas que una tortuga sobreviviente de un terremoto, dijo que ella pasaba por 75 pero que acá habían pedido que trajera su cédula y se la pasó para que Leike certificara su verdadera edad. Los últimos días de Leike con Greg habían sido bonitos. Claro no tenían lo idílico y el encanto de su primer amor de Polonia. Greg, de punta en blanco era muy atento, y amoroso. A ella le gustaba cómo siempre él pasaba por ella con su sombrero puesto bien perfumado y con paciencia esperaba a que ella le diera un sí definitivo. Leike no se lo decía. Presa de un dolor reumático crónico sólo compartía con él sus tardes disfrutandoel sol mientras comían pescado, ella tomaba mucha leche, y por prescripción médica una infusión de apio, que a él le hacía mucha gracia mientras esperaba esa bendita respuesta de sus labios, que nunca llegaba. Los adultos mayores se habían puesto de moda. Tenían dinero y vivían para gastarlo. Pero pocas cosas estaban diseñadas para ellos, le dijo una tarde Greg a ella con seriedad. Esta gente quiere escucharnos. Acompáñame. Mira, si toman la idea de tu tecito y ayudas a otros con problemas de dolores musculares. Pero Leike no se convencía. Mira si te lo fabriquen en saquitos y no te la pasas colando nunca más, agregaba animado de su ocurrencia. ¡Pero que va! interrumpió ella. No lleva nada hacer esta infusión. Greg se puso solemne y la tomó de la mano, y con mirada inquisitiva le volvió a preguntar ¿Dime, has pensado? Ella nuevamente incómoda y sonrojada buscó evadir su pregunta. Para salir del paso volvió al té de apio. Le dio el sí para acompañarlo a ese evento y se puso a enumerar las bondades del tecito en el organismo. En la sala ya del interior de un raro recinto de espejos una mesa redonda con sillas estaba Leike. Un dolor intenso corría por su cuerpo. Estaba sentada junto a otras personas de su edad. Su mirada se encontró con su propia imagen reflejada. Su rostro, también arrugado, sobre un espejo la miró con regañó. Se vio sola. El abismo la devoró. Greg había fallecido hace dos días atrás, sin que ella le diera el sí. De pronto Leike sintió la mirada inquisitiva de la moderadora del evento que invadía su intimidad. ¿Y usted por qué toma infusiones caseras? Leike buscó seguridad al volverse a mirar en el espejo, pero no la halló. Se arregló la comisura de los labios intentando corregir el maquillaje que se le había salido de la boca. Pensó en Greg. La certeza de su ausencia le transfiguró el rostro. Entonces pidió disculpas, tomó su bolsito y pidió permiso para retirarse mientras se despegaba la etiqueta pegajosa de un cartelito que le habían puesto e indicaba su nombre en el pecho.
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