“Target” es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de Anoush.
Filtro de Reclutamiento.
Etnicidad. Otro (Armenia) Sexo. Mujer Edad. 20 a 35 años Estudios Superiores. Tipo de Vivienda Rentada. Consumidora de: Té con clavo y canela Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Soy originaria de Glendale, California. Llegué a NYC por muchas razones. Una de ellas adquirir experiencia en mi área que es ingeniería en sistemas. Quería aprender lo más que pudiera del mundo corporativo, de los procesos y prácticas exitosas, para luego animarme a hacer mi propio emprendimiento. Mi sueño siempre fue desarrollar y comercializar mi propio software, o tener un app. Tengo un cajón lleno de diferentes ideas y prototipos. Creo que la tecnología puede modificar la vida diaria de las personas. Mi meta siempre fue querer simplificarle la vida a la gente. Esta obsesión se ha convertido para mí en una gran paradoja porque en este deseo mi realidad se ha vuelto más complicada cada vez, comparada con mis días en los suburbios de Los Ángeles. Llegué a NYC con mis grandes gafas de pasta rojas de sol, buscando superarme y salir del gueto de mi comunidad, la armenia. Como para mi familia era importante, siempre me mantuve conectada con mi cultura, tenía grupos de amigos americanos y armenios. Siempre viví a conciencia sabiendo de dónde procedía y absorbí desde pequeña nuestra historia de tragedia colectiva. Cargué por años duras historias de todas las adversidades que mis abuelos tuvieron que pasar, para que hoy yo tuviera las oportunidades que tengo. Me sabía armenia pero también algo diferente, soy más que eso porque no soy una repetición de la historia de mis antepasados. Con los años necesité alejarme, sentirme libre, y por eso algunos me tildaron de “Asimilada” como decían otros con cierto desprecio. A lo que yo les respondía: “Integrada en América”. Para luego argumentarles: “aquí nací y de aquí soy”. Me dediqué siempre a parecerme a los demás -y si fuera posible (¿por qué no?) también sobresalir-, acumular títulos, logros, e intentar ser fiel a mí misma. Crecí. Me hice mujer. Y a los 20 años conocí a una chica que me declaró su amor. No supe qué hacer. Siempre pensé que yo no era una de “ellas”, de las chavas a las que le gustan otras mujeres con quienes tener una relación íntima. Me consideraba abierta y moderna, pero en ese momento me encerré. Sentí el límite de mi progresismo, aunado a una mirada de censura inmensa de toda mi comunidad; tal vez porque creía que ese tipo de “cosas” eran “cosas” que les pasaban a otras chicas, no a las mujeres de mi comunidad es que puse barreras. Esta mujer insistió, me insistió muchas veces. Cuando accedí finalmente a experimentar con ella, casi como un juego, mi vida encontró una gran alegría y descubrí que no había vuelta atrás. Mi vida se expandió, pero con ella creció también la culpa. Mi primera vez en tener sexo con una mujer fue algo accidentada. El miedo y la vergüenza me llevaron a que en ese encuentro me quemara con el agua hirviendo de una tetera… Eso es todo lo que puedo recordar hasta la fecha. Esta situación algo traumática no apagó mis deseos y mi búsqueda. Porque esa noche redescubrí mi sexualidad y las posibilidades inmensas que tenemos para amar. Fue grato, intenso, sin embargo estaba claro para mí que eso debía esconderse, ser un secreto. Por eso, si bien hubo un cambio, un antes y un después, el único cambio visible fue de pronto cortarme todo mi cabello largo y negro, dejarlo de llevar como todas las chavas de mi comunidad para llevarlo corto —cortísimo—. Me costaba en mi mundo, mi barrio, asumir que este tipo de relación de amor con mujeres era normal. Simplemente no podía. “No como armenia”, pensé segura, y probablemente muy equivocada. Estaba convencida que para mi familia, tan cristiana y orgullosa de que Armenia haya sido uno de los primeros lugares en adoptar esta fe, mi orientación sexual era “incorrecta” e “inconcebible”. Tal vez también porque no podría vivirlo con apertura. Me volví gordita y panzona. Mi madre, me pedía que adelgazara pensando que allí radicaba mi problema y por eso no tenía nunca un novio… Cuando al poco tiempo todos mis amigos, me empezaron a tratar como la “solterona”, con pena y cansada decidí empezar a buscar trabajo en la costa oeste. En mi interior sabía que no podía seguir mintiéndome y mintiendo al resto, como nos enseñaba nuestro héroe mítico, David de Sassoun, nuestro hombre de valor liberador de nuestra tierra de los árabes, quien decía que siempre hay que aspirar a una vida libre, peleando por nuestra verdad, con honestidad, sinceridad, y viviendo con simpleza. Mi doble vida me pesaba, tenía que llegar a su fin, y si no podía resolverlo en Los Ángeles lo haría en NY. Me subí a un avión por la generosa oferta de una compañía digital, pero no era eso lo que me hacía verdadera ilusión. En la ciudad que nunca duerme, me dediqué a trabajar mucho, muchísimo, y a idear miles de proyectos digitales que pocas veces pasaron el proceso de testeo y hasta hoy han quedado inconclusos o sin implementarse. Sin embargo, me hice espacio para aprender a cocinar, a pintar, a bailar y viajar. Me animé junto a otras mujeres a escalar montañas, remar, y por sobre todo, a disfrutar la vida sin esconderme, andando libre y valientemente enamorada y de la mano de otras mujeres. Mi vida se volvió llena de nuevos retos, rica, compleja y estresante a la vez. Nunca me perdoné no haberle dicho a tiempo a mi familia, y cuanto más pasaba el tiempo, más difícil era decirlo. Recordaba a la perfección los reclamos demandantes de mi primer pareja mujer, sus ansias de volver nuestra relación pública, lo que para mí era impensable. Esa insistencia tan sofocante fue la que hizo que dejara de verla aunque todavía estaba muy enamorada de ella… En eso pensaba cuando una mujer guapa me había dado una encuesta para contestar. Esas que se deben completar para participar en un estudio de mercado. Esta vez yo por primera vez tenía la oportunidad de ayudar a que una idea de otro cobrara vida o quedara olvidada en el cajón de sueños y fantasías de otros diseñadores. Sin embargo, me sorprendió que el filtro de preguntas demográficas fuera tan escueto, tan simple. ¿Por qué no me preguntaban nada sombre mi orientación sexual? No. Solo sexo, edad, educación, tipo de vivienda, y claro, etnicidad… Soy blanca, blanquísima, con unos ojos inmensos y azules. Por eso cuando la sensual recepcionista me acercó las preguntas, en ese casillero maqué una cruz en el cuadrante de: “Blanca”. Sin quedarme muy convencida. Nunca sé bien qué poner, siempre dudo. “¿Hay alguien más caucásico que una armenia?”. “Una minoría, una minoría tapada en la blancura de la definición de blancos”. Sentí impotencia y culpa por faltar a la verdad por poner una cruz en ese casillero. Yo sé que como yo hay otro millón de personas en América que no tenemos otra opción más que poner una cruz en la opción de “blanca” y eso es muy incómodo, por erróneo e injusto. Necesité decírselo a esta mujer. Necesité llamar su atención, tal vez porque su seguridad y su amabilidad me despertaron no solo ternura. -“Se olvidó de anotar su tipo de infusión preferida”, reclamó la recepcionista. -“Té, té negro con clavo y canela”, le dije. -“A ese es muy bueno para el amor, ¿es afrodisiaco, verdad?”, preguntó. Me ilusioné. No supe qué responder. ¿Qué sabía yo del amor con el té de canela y clavo? De este té yo solo podía recordar a la perfección el anaquel del lugar donde lo vendían en Glendale. Esos ingredientes: té, clavo, canela y azúcar, que fui a comprar el día que esa mujer a mis 20 años me invitó a pasar la noche en su casa. ¡Qué rara es la memoria! ¿Por qué jamás me he olvidado de cómo se prepara un té armenio pero me olvidado de tantas otras cosas? ¿Por qué sólo puedo recordar cómo allí se me cayó la tetera a suelo? Como se quebró en pedacitos, como el agua me quemó el brazo, dejándome una marca por meses en la piel… ¿Por qué no tengo más recuerdos de esa noche? ¿Por qué no puedo saber cómo comenzamos a besamos, qué tenía ella puesto o yo? No tenía ni un sólo detalle vivo de esa primera vez, de ese encuentro de placer entre mujeres. ¿El té era afrodisiaco? ¿Fue eso? ¿Por éste té conocí esta posibilidad de amar? Tan sólo en mi mente tenía el recuerdo intacto de una tetera de cerámica color crema con flores de colores estridentes que se hizo añicos en el suelo… -“¿Ya está…?” me preguntó apurada nuevamente la recepcionista sin siquiera cruzar los ojos con los mios “¿Terminó?” dijo mientras me retiraba la hoja. -“No”, le dije. -“No soy blanca, me equivoqué”, herida en mi ego por su rechazo y desinterés. La mujer me miró con escepticismo y desconfianza, contrastando mis palabras con la palidez de mi cara. -“Ponga, otros” le sugerí. -“¿Otros?”, reclamó ella contrariada. -“Sí”, afirmé orgullosa, “Otros– Armenia”. -“Armenia” repitió abriendo los ojos sin entender. –“¿De medio oriente quiere decir?” intentando adivinar de dónde era mi origen. A la defensiva y con tristeza le expliqué como lo hacía de rutina a las múltiples personas que se confunden y no tienen la menor idea de dónde vengo: “-¡No, tampoco soy persa, ni turca, ni rusa, tampoco es medio oriente. Soy Armenia!” “Búsquelo, fíjese en internet por favor”. La recepcionista enmendó mi hoja apenada, tratando de complacerme. Mi cara se iluminó sobre la enmendadura de su trazo. “Armenia” porque aunque no canto en ninguna Iglesia -de hecho cuando llego a una siento que no pertenezco más, que no conozco a nadie y ni nadie me conoce a mi-, no bailo como los hombres de mi comunidad que aplauden, dan brincos y sólo danzan entre ellos, soy eso, “Armenia”, a mi modo. Está en mi sangre y en mi tez blanca. No uso alfombras, no me gustan los adornos de tejido a croshet, no sé tocar el duduk – ni ningún otro instrumento-, pero esa es mi etnicidad. Armenia a mi medida, buscando serle fiel a mi ritmo que hoy es el blues y dejándome bailar pegada a sobre el cuerpo de otra mujer. Soy Armenia porque soy libre y me muevo a mi antojo, permanezco activa para no subir de peso en América y poder seguir teniendo mi platillo preferido de vez en cuando: el lavash. Más calmada, y antes de volverme a sentar, quise asegurarme que esta mujer no dudase de mí, ni me olvidará. Quise probarle a la recepcionista quien me seguía viendo como una mujer X y blanca, mi punto, mi razón, intentar a ver si tenia más chance de volverla a ver, “Ve mi nombre, soy Anoush…” Agradecí a mis padres por haberme puesto Anoush, en estos momentos modernos cuando tienes tan pocos elementos para evidenciar eso que está en tu espíritu, y te hace ser quien eres. –Anoush, le volví a decir muy seductora mientras le rozaba mi mano por el suyo. -“Armenia, ya, sí disculpe, no le había entendido,” dijo la recepcionista casi para sacarme de encima. Me senté tranquila, lo había intentado. Los que me invitaban a platicar sobre mis gustos y mis actos, tendrían más elementos para validar mis respuestas, al menos más pistas para su análisis sabiendo que yo no era una simple “mujer, joven, blanca, consumidora de té negro…” Sonreí pensando en el concepto de simpleza, en mis deseos por la abreviatura de las cosas, por la sencillez difícil de sintetizar y destilar, y entendí finalmente por qué yo era una maestra para acumular decenas de proyectos de software con la idea omnipotente de prometer simplificar la vida de la gente, y por qué tal vez estas no habían visto nunca la luz. La vida y la gente no es sólo simple, a veces también son complejas. FIN
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