Hubo un tiempo en que prender la cámara y grabarte exigía plena conciencia. Lo que recuerdo es que todavía las cámaras digitales marcaban 2 megapixeles y cada vez que uno apretaba el botón parecía equivaler a un acto de magia, la reverencia de saberse inmortalizado en el lente. Qué lejos estamos de eso. Hoy nos miramos mientras grabamos, nos corregimos y seguimos grabando, aprobamos de inmediato que estamos en el ángulo correcto y en “tiempo real” le damos la bienvenida a nuestros seguidores ¿Alguien se imaginó alguna vez, que podía tener seguidores gracias a un teléfono en mano? Tener la cámara encendida parece un acto reflejo, la afirmación de que somos los rockstars de nuestra vida, paso a paso en un concierto permanente. Hoy constatamos que todo es contenido porque todo es publicable y todo es sujeto a capturar una audiencia impensada. El bostezo matutino, el pan con mantequilla untado con lentitud, la reflexión de media mañana, la queja existencial y otros miles de tópicos han cautivado mi atención, lo confieso. No en vano, las historias tienen el formato de un espiral envolvente. El propósito de terminar parece ser siempre el volver a empezar. Es la ventana privada/ pública en un eterno vaivén. Es el tiempo de ser uno mismo el actor, director y guionista de sus historias sin saberlo. ¿Y qué pasa con las marcas? Pues exactamente lo mismo: Es el tiempo de pulsar el botón y perder poco a poco la conciencia de proyectar una imagen que tarda en procesarse. Ahora es el momento de mostrarse, porque la gente quiere al portero de la corporación, a la recepcionista sonriente, la planta de producción en la que se respeta el horario de trabajo y a los altos ejecutivos pensando ideas que harán feliz a cada una de las personas que forma parte de su audiencia.
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