Dicen que cuando queremos conocer cómo es una sociedad, tenemos que acudir a sus publicistas, a sus poetas, a sus políticos y a sus periodistas. Los publicistas representan la voz del pueblo. Los poetas simbolizan las aspiraciones más altas de una ciudad. Los políticos son la realidad activa de una nación. Y los periodistas, son como los sentidos con los que las masas perciben el mundo. Tenemos, así, las Cuatro P´s de la Sociología Moderna. Analizando los anuncios, los periódicos, los discursos políticos y las obras literarias de un grupo social, conocemos el lenguaje y las representaciones con las que trabaja su inteligencia (palabras, imágenes y ritmo, dimensiones de la antropología de Cassirer). Estamos viviendo en lo que llamo una Sociedad Numismática. La moneda, manda. En vez de conversar, queremos conservar. El número, impone. El cuerpo, el lenguaje o toda investigación antropológica, es relegada a segundo término. Tanto, que hasta se le llama Investigación Secundaria. Error principal. Pero uno no puede tomar decisiones o crear algo con información numérica (contabilizan los niños y cualifican los adultos). Esto sería como pretender que Domenico Veneziano pintaba bien sólo porque tenía muchos pinceles y muchas pinturas. La vida no es la resolución de una ecuación, sino el acto de pintar un cuadro, decía un famoso pensador (Oliver Wendell Holmes, citado por Martha Nussbaum en la Universidad de Chicago y en la Facultad de Derecho, para ser minuciosos). Es un imperativo que nuestros publicistas absorban lo más elevado de las letras. Si los futuros jueces de una de las mejores universidades del mundo se toman la molestia de leer a Dickens o a Twain para parchar sus lagunas informativas, un profesional de la comunicación, un constructor de la opinión pública, tiene que hacerlo con más razón. Paul Valéry, en una demorada cita, aseguró que lo más sano para ser escritor, es alimentarse de los demás. El león está hecho de cordero asimilado. Eulalio Ferrer o Elmer Wheeler, manejaban una habilidad persuasiva sin límites porque leían. Si no leemos, si no portamos en la memoria qué es lo que se dice en la poesía urbana, en la prensa, en la televisión o en la alta política, no tendremos algo relevante que decir. Tanto a mis copywriters en entrenamiento como a mis alumnos en la Universidad Iberoamericana, les aconsejo leer mucho, pensar mucho y escribir mucho. Pero sobre todo, los fustigo para leer buenos libros. De hecho, sólo mis mejores alumnos o los que más han sudado para penetrar en Homero o en José Ortega y Gasset, han conseguido buenos empleos. La Independencia Creativa comienza con el reconocimiento de la esclavitud mental, con la aceptación de la superioridad de otros, que son los artistas. Cuando mis alumnos se han acercado, por ejemplo, a Turguéniev o a las Novelas Ejemplares de Cervantes, me han dicho que sienten que se estrellan contra un muro. Es normal y sano chocar contra los clásicos, pues éstos son la materialización de toda la humanidad. Cuando un redactor publicitario, periodístico o literario que no lee (lo hay, sí, los hay) intenta colocar sus ideas sobre la hoja, se siente como perdido, pues cuando se carece de recursos literarios, de ritmos, de la costumbre de la prosa sin retórica (Eliot, a pesar de que leía mucho a los isabelinos, no cayó en el pecado de la masiva argumentación), la pluma se arrastra y rompe la hoja, pues tiene que hacer dos trabajos: el de construir ahí mismo y el de darle forma a lo construido ahí mismo (Promptis, de CEMEX, sería la solución). Más trabajo y menos escritura, decía Goethe. Bueno, pues lo mismo para los publicistas: más lectura y menos ideas irrelevantes. Un buen libro, así como un buen texto editorial, nos trasmite la sensación de que detrás del texto hubo o hay una inteligencia peculiar. A esto se le llama estilo. Y es el estilo lo que las marcas tienen que buscar. ¿Cómo saber si hemos forjado un estilo? Eso se sabe cuando los demás reconocen nuestros textos aunque no tengan nuestra firma (en Tlön se prohibía el derecho de autor). Sabemos que una pintura es de Xul Solar y no de Dalí por el simple hecho de que Xul Solar proyectó su personalidad sobre su lienzo y porque no dejó que el lienzo amedrentara a su personalidad. Sin embargo, para que podamos proyectar nuestra personalidad sobre algún objeto, requerimos de la asimilación de una cultura enorme. ¿Por qué? Porque el hombre, sin cultura, no es hombre ni persona, sino un perro roedor de objetos. El poeta hace mejorías, en tanto que el salvaje, destruye. Se dice en los tratados de estética que una forma de vida salvaje, es una forma de vida en la que se desconocen las principales creaciones humanas. Tal vez estas afirmaciones ofendan a muchos. Con todo, el salvaje no se ofende cuando le imprecan que no ha leído a John Webster. El que no posee una técnica o una escuela o un estilo, pinta sobre el lienzo monstruos iguales a los que pintan los niños sobre su cuaderno escolar, tan feos, «tanto, que sólo los come el mismo que los ha hecho», como dice Lope. Para que un publicista sea capaz de definir a alguien, a su mercado, primero tiene que definirse a sí mismo. Y para definirnos, tenemos que hacernos un diagnóstico, una cirugía y someternos a un tratamiento. Decía mi maestro Ezra Pound que la Fealdad es el diagnóstico de una sociedad, que la Sátira es la cirugía que necesita un pueblo herido y que la Belleza es la cura para sanar la herida que profirió la cirugía. Sólo los grandes artistas, como Dante, pueden colocar en su obra estas tres secciones de la imaginación humana. Somos testigos de lo anterior cuando recorremos con Virgilio el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Hasta el día de hoy, sólo los publicistas de la ciudad de Monterrey, de los que no diré el nombre, han demostrado esa sagacidad para identificar cuáles son los ídolos y los dolores de las personas. Estos ídolos son de cuatro clases. Existen los ídolos del lenguaje, los de la historia, los biológicos y los sociales. Cualquier sociólogo avezado en su doctrina, se dará cuenta de que aquí, detrás de todo, yacen los ídolos de los que hablaba Francis Bacon. Cuando vamos a redactar un texto publicitario, nos planteamos estas cuatro preguntas: ¿cuáles son las palabras con más poder alegórico que puedo usar?, ¿cuáles son los arquetipos que guían a mi mercado?, ¿qué clase de dolores experimenta día a día mi consumidor?, ¿cuál es el rol social de mi cliente en la sociedad? Filología, Psicología, Medicina y Política, o mejor dicho, letra, inteligencia, cuerpo y acción, son los pilares con los que todo discurso tiene que estar armado. No importa si el publicista no es un experto gramático o un estilista mientras incluya siempre estas cuatro temáticas. Y además de incluir estas cuatro preocupaciones, tiene que hacerlo con firmeza. Nada peor que un texto flexible, ambiguo y que, como la prosa de Berkeley, no admite réplicas con todo y que no convence. Creo que el francés y librepensador R. de Gourmont dijo que «asentar con franqueza lo que uno piensa, único placer del escritor». La sentencia anterior, en el original, inicia con un precioso «franchement», que según un experto comentarista norteamericano, pertenece al jaez de la palabra «francamente». El publicista exitoso es el publicista franco, es el que dice las cosas que siente. Cuando decimos lo que sentimos, la retórica queda a raya y la persuasión y el gran estilo, nacen. No explicar: afirmar. No convencer: embelesar. No argumentar: imponer. La publicidad inferior peca de claridad. A la hora de enamorar, no enamoremos como lo hacen los rancheros, diciéndolo todo con exaltación. Enamoremos como lo hacía Eliot: «let us go then, you and I, when the evening is spread out against to sky, like a patient etherised upon a table». Pero para que nuestros textos pregonen una forma bella, buena y lógica, tenemos que echar mano de una buena educación, de una buena formación académica. Han quedado atrás los tiempos en los que los publicistas podían ser veterinarios o ingenieros. Dicen los periodistas neoyorquinos que una mala formación es la causa de una mala información. Y si hacemos la payasada de invertir las palabras, obtenemos el mismo efecto (o defecto). Una mala formación académica, hace que nuestros redactores publicitarios no sean capaces de mantener un estilo durante toda una campaña de comunicación. Y es que los redactores no leen pero sí escuchan música comercial. Pound, Villon, Huidobro, Johnson, Auden, Novalis, Paz, Lope, Borges, los simbolistas franceses, los imaginistas norteamericanos, los versificadores latinos y hasta los profesores de poesía en Oxford, están seguros de que hacer poesía es algo duro, difícil y casi humillante, pero Luis Miguel dice que escribir un poema es fácil si existe un motivo. Que Cronos nos cuide. Continuamos. A los redactores comunes, les falta sensibilidad y carácter para retener una forma o un estilo durante algún tiempo. Y cuando no vemos una forma, no vemos un límite. Y cuando no vemos un límite, hablamos de más. Y si hablamos de más, nuestra voz se esparce. Y una voz esparcida no llega a los oídos con nitidez. «Y me oyes desde lejos y mi voz no te toca», dijo el chileno ilustre. Y si la voz de nuestra marca no toca a nuestro público, nuestro público se irá con otra que sí lo toque. Antes de escribir buenos textos, deberíamos de examinar cuál es nuestro proceso de creación. Las mujeres más femeninas que he conocido, son las de Stendhal. Los fantasmas más tenebrosos que he visto, son los de Dante. Las guerras espirituales más sangrientas que he vivido, son las que narró el pacífico Goethe y las que paso con Hacienda. Sí, un redactor profesional puede sentir como mujer, como hombre, como perro o como fantasma sin perder su esencia. Un redactor es un actor (red-actor, actor-rojo, apasionado, como los fireside poets) que posterga su actuación para llevar la precisión de su guión hasta el límite de la belleza, que es lo sublime. O como juraba Diderot, el buen actor sabe cómo y cuándo cambiar de piel. Vender condones por la mañana, aviones por la tarde y sonrisas por la noche, es una actividad abrumadora. Para que nuestra capacidad de engendrar ideas no medre, requerimos de la concentración, de viajar hasta los demás con tino. O como dice la uruguaya Ibarbourou, «si yo fuera hombre, qué hartazgo de luna, de sombra y silencio me había de dar». Nuestra imaginación es como un continente misterioso. Y este continente tiene lunas, sombras y silencios que tenemos que adivinar. A la hora de crear, no pensemos en temas demasiado comunes y grandes. El cielo, el amor, la libertad, han sido temas tratados por los mejores poetas y difícilmente superaremos a Genet, a Quevedo o a Montesquieu al discernir sobre estos sueños. Mejor, hablemos sobre cosas pequeñas y hagamos poesía de ocasión. La sombra quijotesca que vive en nuestra alcoba, la vaca que evoca nuestro sofá, el vecino que parece asesino o nuestros zapatos preferidos para hacer que un viaje en el metro parezca un viaje de a centímetro, son cosas más interesantes para el público que las epopeyas de Walter Scott. Mala y fea verdad, pero verdad al fin. Cuando vamos a generar ideas, conceptos o juicios, es decir, conocimiento para nuestra corporación, hay que prescindir de los objetos. El ordenador, el lápiz, la pluma, el programa de diseño, son simples utensilios para perfeccionar nuestras concepciones. Hay pianistas que componen sin piano y pianos que no necesitan de pianistas. Esto significa que hay hombres que hacen de lo burdo algo fino sin tocarlo (hombres que no echan a perder las ideas haciéndolas) y que hay cosas en la naturaleza que no necesitaron de la mano del hombre para ser bellas («el dulce piano intentaba comprendernos», dice un verso de Juan Ramón que me gusta mucho). Pero trabajar así, duele. ¿Por qué? Porque al no tener en dónde plasmar nuestras creaciones, las perdemos. El gran artista retiene en la memoria sus proyectos todo el día y todo el día está pensando en ellos. Si esto no fuera así, muchos de nuestros grandes libros o pinturas, obras que fueron estructuradas en muchos años, no existirían. Y para que nuestras proyecciones perduren, éstas tienen que dolernos, pues sólo el dolor eleva nuestro nivel de consciencia, sólo así podemos escribir despiertos y trascender. Si anhelamos que nuestra publicidad comunique sentimientos duraderos, pensemos, por ejemplo, en las Siete Virtudes Monásticas. El Celibato, el Ayuno, el Dolor, la Mortificación, la Humildad, la Soledad y la Negación del Yo, son los ejes de nuestra educación, pues son los ejes de la religión cristiana, una institución que ha sido oficial, doctrinal, sacerdotal, expansionista y salvadora. Si prometemos que el celibato se terminará (perfumes), que podemos comer sin engordar (deporte), que seremos más fuertes (vitaminas), que no experimentaremos el arrepentimiento (comida), que todos somos iguales (gobierno), que ya no estaremos solos (condones) o que somos importantes en una sociedad (casinos), venderemos lo que queramos… así de fácil. Cuando somos capaces de comprender estas virtudes, alcanzamos lo que Gourmont llamaba «la geómetrie subordonée du corps humain». Es mi obligación advertir que la creatividad no es libertad, sino disciplina. Y si mi autoridad es poca cosa, me remito a Eliot, el escritor en lengua inglesa más importante, creo, después de… (como decía Pound, por el bien de la paz con los letrados, no diré de quién hablo): «ningún verso es libre para el hombre que desea hacer bien su trabajo». Y es que ni Filipo Lippi pintaba sin tener un vórtice o un Maelstrom Sentimental. Cuando Lippi trazó su Virgen con el Niño, se sostuvo del sentimiento que tenía para con una humilde campesina. Cuando tenemos consciencia de todo lo que hemos dicho, empezamos a vivir la Independencia Creativa, pues ya sabemos en dónde estábamos y hasta dónde podemos llegar. Olvidemos la teoría de la inspiración, pues mantenerla viva en nuestras mentes es como limitar al autor al papel del espectador, según la sentencia de un crítico francés. Aunque la inspiración no llegue, nosotros siempre tenemos que acudir a las juntas creativas. Que la inspiración sea despedida de las agencias del mundo si sigue siendo tan impuntual. Si yo fuera un demiurgo detrás de las sombras de la percepción, haría que todas las agencias del planeta contrataran sólo a copywriters mayores de treinta años. ¿Por qué? Porque, como sostenía el gran Ezra, la poesía importante siempre ha sido escrita por hombres mayores. El crítico decía que a los diecisiete años, cualquier babieca siente muchas emociones. Digamos que somos como una máquina que tiene que soportar cierto voltaje. Cuando somos muy jóvenes, nuestra máquina es muy sencilla y una sobrecarga o nos hace explotar o nos descompone. El buen artista es como un voltímetro preciso y capaz de registrar cada movimiento de la energía. Y tal habilidad, sólo se logra con la madurez, con la robustez intelectual. A menos que seamos un Rimbaud o una Ana Frank, no deberíamos de tomarnos el atrevimiento de escribir cosas demasiado largas. Que los redactores en entrenamiento generen ideas y que los redactores experimentados escriban los guiones, los reportajes y todo lo demás y no al revés, como sucede en publicidad. Es detestable leer los textos publicitarios que escriben los jóvenes de veinte a treinta años. El humor inocente y carente de ironía, ingrediente fundamental para las buenas letras (según los análisis del crítico Harold Bloom), así como la ridícula búsqueda de la aceptación del público, son defectos que hacen que cada spot sea una súplica y no una orden. Ahora, las marcas ruegan, no roban los corazones. A las masas, la monarquía, y a los pueblos pequeños, la democracia. Si Montesquieu no se equivocaba, nosotros sí lo estamos haciendo. Además, sostengo que se exagera en el uso de la música. La única música real, es la triste, creo que dijo Schubert. El hecho de que la gente vaya por la calle cantando nuestro jingle, no significa que comprará nuestro producto. De hecho, se ha comprobado que cantar o chiflar, que es una vulgarización del arte musical, más que ayudar a la memoria, la libera. La memoria es consciencia y cuando chiflamos una melodía, lo estamos haciendo automática, inconscientemente. «Cave Musicam», repetía Nietzsche, uno de los filósofos que mejor entendió el arte de hacerse publicidad. Hacer palíndromos o perogrulladas por el estilo, no es creatividad, es pretender ser un caballero andante cuando en realidad estamos sumergidos en una botarga. La creatividad no es contar chistes. Creatividad es construir algo nuevo con materiales viejos. «El viejo abeto me dio mi nuevo barco», dice un proverbio alemán que me acabo de inventar. Un redactor creativo, no propone campañas en las que aparezcan dragones, Jackson, Spears y una botella gigante jugando fútbol. Eso lo hace cualquier desquiciado o mis amigos cuando están borrachos. Creativo es el que dijo «preñados de sueños dorados soplan aires que adormecen». Hay más poder emotivo en esta sintaxis, la cual incluye realidades humanas, que en la loca historia o débil elucubración de nuestro fan del Pop. Por si no lo saben, Alfonso Reyes le pidió a su hijo que lo enterrara cuando empezara a escribir palíndromos. Si uno no tiene qué decir, lo mejor es guardar silencio (fuge, late, tace). Hay que leer y mucho. Hay que buscar la erudición aunque seamos publicistas. Ser publicista no es ser un bufón, como hasta el día de hoy se entiende. La publicidad, que no es otra cosa que una especie de comunicación de masas especializada, tiene que abrirle las puertas a los mejores y no a los más graciosos. El superhombre de masas tiene que transmutarse en una masa de superhombres. Prefiero a un egresado de Filosofía y Letras que sepa escribir bien y que sepa que los orígenes de nuestra escritura son La Reforma del XVI, la Revolución Francesa y la Ciencia Moderna, a un arlequín que sólo me sirva para que las presentaciones en PowerPoint sean lúdicas. Prefiero, repito, a un experto en marketing que sepa filosofía y teología a un experto en marketing que sólo sepa hacer un plan de medios. ¿Por qué? Porque el conocimiento técnico es substituible, en tanto que el conocimiento profundo, no. Además, el que sabe de historia y de filosofía ha leído y por ende, tiene mejor ortografía que un títere. Y ya para finalizar, me gustaría aclarar que el publicista que no posee una cultura amplia, hace las cosas sin saber qué es lo que está haciendo. Trabajar para el Diablo no es la misión del publicista. La misión del publicista, es la de crear, la de darle carne, sangre, huesos, dolor y forma al imaginario social, como lo hacía Mauriac. En fin, cuando conozco a algún joven así, culto y que le pone acento a las palabras o elegante sombrero a sus ideas, no me queda nada más que decir lo que sigue: «maldita sea, este fulano sabe escribir».
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