Es mejor mirar el paso de las horas que llenarlas a ciegas. Pocas plumas cuenteras sirven para volar y muchos cuentos, no necesitan de las plumas para elevarse. Cuando un periodista redacta una noticia, tiene que volar entre las ideas con su plumaje. Es una falacia el magnánimo e imposible paroxismo de la objetividad. Cualquier versado en los seis volúmenes de Schopenhauer o en Basavé, en el difícil J. Hessen o en Scherer, lo sabe. Karl Kraus siempre insistió en ello, en ése asunto difícil resultado del pensar, que es la idea, la idea y la vuelta desde la noesis o soporte técnico hasta el noema o contenido mental en el soporte. La narrativa, el modo más bello de la descripción o arenga circular y guiada por las manecillas del reloj, no puede carecer de ideas, de ocurrencias o de abstracciones. Los pintores deberían de dar clases en las escuelas de periodismo, pues ellos aceptan el fenómeno de la percepción como si fuese el fenómeno de la creación. Percibir o guiar la voluntad, filtrar con la retina, cribar con nuestra crítica, seleccionar con nuestra estética, ordenar con la razón, meditar sin entibiar, es crear, es un duro trabajo mental. Pasar, como se empeñaba Goethe, de la percepción a la contemplación y de ahí a la meditación, es labor del poeta, que en su vieja calaña, no se ignore, significa «creador». Para hacer periodismo, para imponer periodos, ciclos, etapas, en fin, para darle estructura a la microhistoria de la cotidianidad, hay que practicar con olimpismo el ejercicio literario, el manejo de la hora negra que se diluye con el soplo del día. Las Olimpiadas, dicen los místicos, iniciaron la historia de Grecia y no tanto por la magnitud del evento como por la taxonomía social que en ellas se fortaleció. El periodista, jerarquiza. En las jerarquías pensadas por este Cronos moderno, nace la interpretación del lector. Y sólo con un juicio humanista, el periodista sabe a quién poner arriba, abajo o en el polvoroso pedestal de lo olvidado. Es necesario practicar la Élpis de los griegos o la expectativa llena de fe, que es el arte de esperar sin esperanza, citando mal pero convenientemente a Octavio Paz. Mirar sin interferir, estar ahí sin modificar los hechos, alumbrar sin alborotar a la molécula y nunca ignorar u olvidar que también somos parte de los movimientos sociales, es lo que tiene que hacer el aspirante a Monsiváis o a Henry Hazlitt. El profesional de la prensa, sea en El Universal, en The Economist o en algún periódico de provincia, debería de llevar siempre en la memoria una poesía de Tablada, la que plañe así: «oh, mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida». Así, así se hace el periodismo, con el ojo abierto y con el corazón latiendo con firmeza, sin alteraciones o melosos infartos. La paciencia, el sigilo, la circunspección, la famosa «epojé» de la más famosa Fenomenología del aún más famoso E. Husserl, o hacer que lo que antes era apasionante ahora sea razonable, es virtud del artista, es un artificio, artifex, es tener el ojo aguzado, es vivir como dijo Horacio en sus Odas y saber que es imposible discernir lo que el futuro nos depara, aunque siempre podamos estar preparados para la reacción o acción rectificadora. Después de esta larga y hebrea frase, aceptemos, con bondad o con la incredulidad suspendida, que para ser periodista, hay que ser un intelectual. La inteligencia, nombre femenino del intelecto, de la cosa que procrea lo inteligible o lo que se entiende, ayuda a que el lector del New York Times interactúe con ideas y deje de hacerlo con el escritor, que como hemos dicho, no podría ser objetivo, pues está sujeto a su aparato sensorial, un aparato configurado por el clima en el que se desarrolló y por los arquetipos con los que tuvo contacto durante la niñez. Hay más objetividad en una idea, que es algo, que en un periodista, que es alguien. O como dijo el etílico Faulkner, tiene que interesarnos la verdad más que los hechos. Pero el salado manoseo de las ideas, no es suficiente para dar sabor. Hay que aderezar nuestras líneas con ironía, que además de ser un doble sentido o una comedia entrometiéndose dramáticamente en la tragedia, es una polisemia dirigida, algo tornasolado con tintes rojos, azules o verdes. Lo anterior, dependerá del periodista. La deliciosa pluma teatral de George Bernard Shaw, hacía que sus lectores se perfilaran hacia la izquierda, hacia el rojo de Rusia, pero sin llegar a sus inviernos. La preclara pluma de Chesterton, amable como la madera de las iglesias, se cargaba hacia atrás, hacia el color café o sepia, tono distintivo del recuerdo. El ironista, como Plauto, se burla de las circunstancias y enaltece al hombre. En cambio, el que se jacta de científico, se burla de lo humano y sostiene con testaruda arrogancia que el árbol, el viento o la ardilla, saben lo que hacen. Este último, apologista de la animalidad o de lo vegetal, ignora que aunque el gato mande a su cola, alguien manda al gato. El periodista tiene que ser un desequilibrado y creerse un perro o un águila y adoptar sus posturas al narrar los hechos. Este ejercicio, aniquila los intereses personales. Por lo referido, creo que los periodistas más incisivos, podrían ser las mujeres, que son desequilibradas, según una descontextualizada cita de Ciorán que leí en un mamotreto de orígenes franceses. Si el periodista o el texto del periodista es el puente que reúne al hecho con el lector, este puente tiene que ser cómodo, pero sobre todo, tiene que provocar un paseo lento. Inútil sería el intentar contemplar el mar conduciendo como desquiciado. Además, una noticia es algo muy diferente a lo que es un acontecimiento. Una noticia es un fenómeno aislado, es un dato, es un rezo sin dios. Un acontecimiento, en cambio, tiene relación con la historia, es una continuidad, es un alargamiento. El periodista genial, algo así como un Borges mezclado con un Dickens, es una persona que crea igualdades entre la «fotografía basurera» que ha captado, el espectador y el lenguaje. La imagen, el ritmo y la palabra o la percepción, la respiración y el estilo, conforman la trilogía del buen redactor. La realidad supera a la fantasía, sépalo bien. Pero aunque redacte ficciones, no pierda el realismo de lo observado. Si vio un espectro, sea fiel a la imagen del espectro. Un buen texto, inspira y deja respirar. El columnista, sea crítico de arte como Huxley, analista político y panfletero como Gramsci o criticón económico como Friedman, tiene que ser un rey en el manejo de la pluma o de la letra, pues sólo el monarca y según la incesante sentencia de Alfonso Reyes, impide que la palabra, sonoridad proletaria o ausencia de melodía cuando no está entrenada para trabajar con las demás, conspire contra él. El ironista, como W. Allen, «mezcla en palabras impías un chiste a una maldición» sin caerse del hilo del acontecer. Contar chistes con la «cara de palo» con la que Márquez escribía y tener la perspicacia o la mirada perspicua de Groucho Marx, sin olvidar que el periódico tiene que comprometerse más con la verdad que con los hechos, es una facultad digna de admiración. Pensar que el escribir es generar artículos o contenidos, es una pobre noción estética de iniciador. Escribir es expresar las dos o tres ideas de nuestra vida en miles de formas, tonos y estilos e ilustrarlas, en el caso del redactor periodístico, con los acontecimientos que nos mandan a mirar. Un verso, dijo por ahí un ciego, es un pensamiento entonado. Un acontecimiento leído en la prensa, es un fenómeno novelado. Y la novela, espejo en movimiento según la definición oficial, nadie lo dude, es la fuente máxima de la historia, pues en ella viven actos, imaginaciones, miedos e ideales humanos, materiales indispensables para historiadores como Michelet o como Bloch. Creo más en Homero que en Plutarco, pues Homero sentía y absorbía con los cinco sentidos o como artista, lo que le rodeaba. En cambio, Plutarco, aunque de marmórea y constituyente pluma, descreía de sus sentidos y forzaba lo simultáneo de la vida con los paralelismos de su razón. Yo leo las novelas como si leyera los periódicos del mundo y leo los periódicos, sobre todo la sección económica, como si leyera los cuentos del tenebroso Horacio Quiroga. Y no hay momento más feliz en mis días, que salir de la oficina, leer en un café durante tres o cuatro horas y llegar a casa para descansar de Balzac o de Cervantes con las minucias y ardides de un buen redactor, como lo fue Ampère en Le Globe. Me complace fumar en un buen sillón mientras imagino que los libros de Wittgenstein, son la prensa de la Fenomenología, filosofía recomendada para acuciar el ojo de los profesionales de la comunicación.
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