Tradicionalmente el principal enemigo de la publicidad ha sido la saturación. El exceso de presión comunicativa sobre el público que lejos de enamorarle, acaba generando un sentimiento de rechazo que puede llegar a convertirse en activismo contra nosotros, los anunciantes. La reacción del público en televisión se llama Zapping y en internet se llama click. Ojo con ese click que Google Panda, el algoritmo del buscador, castigará a los sitios que tengan alto índice de rebote, es decir, abandono inmediato del sitio nada más aterrizar y que en muchas ocasiones se produce por la publicidad de «bienvenida». Pero no siempre es rechazada por sistema. La publicidad también es aceptada voluntariamente y con regocijo cuando sabemos hacerla. Muchos de los vídeos que se convierten en virales en internet son precisamente anuncios, y gracias al nuevo botón +1 de Google integrado en la publicidad, descubrimos como cientos o miles de personas marcan como favoritos los anuncios previos en YouTube en lugar de saltarlos. Podemos afirmar, que a la gente lo que le molesta, no es la publicidad sino la mala publicidad. Y que no siempre es necesario hacerlo mal para que hablen de nosotros. Y en esto andan los especialistas, en definir cómo se puede defender un anunciante de la pérdida de eficacia de los distintos medios. Una pérdida de eficacia que muchos atribuyen a la saturación de la que hablaba al principio, ofreciendo el dato de los más de 3.500 impactos publicitarios con los que nos bombardean a diario al ciudadano medio hoy y que, como tantas otras cosas, no es nuevo. Ya en 1963 David Ogilvy, en quien se inspiran los protagonistas de la exitosa serie Mad Men, afirmaba que no se podía cansar al público y que éste recibía más de 1.500 impactos al día. Proporcionalmente, casi cincuenta años después, me parece más exagerada aquella cifra, así que el problema intuyo que en todo caso, no es nuevo. ¿Entonces cuál es el verdadero problema y cuál es la solución? Quienes defienden los nuevos tiempos y paradigmas, afirman que el rol de las marcas y de los consumidores ha dado un vuelco de 180 grados, y que ahora ya no podemos dirigirnos a nuestros potenciales clientes como antes. Al contrario, hay que dejarles hablar a ellos, escucharles y en todo caso conversar. Y es verdad, pero conversar… ¿Cómo y de qué? Para empezar, los publicitarios siempre hemos escuchado al público. Quien diga lo contrario es simplemente porque no es publicitario y no lo sabe. Las grandes campañas se hacen a partir de estudios de mercado y analizando los perfiles sociodemográficos. Después, se reúne a un grupo poblacional representativo en los llamados «Focus Groups» para enseñarles los productos y las campañas y escuchar sus opiniones y reacciones. En el peor de los casos, los estudios se hacen a posteriori para descubrir por qué no han funcionado. Escuchar, por tanto, hemos escuchado siempre como podíamos. Ahora, el social media nos permite hacerlo más rápido, más fácil, más barato y probablemente, remarco probablemente, mejor. Pero eso no significa que debamos poner nuestro destino en lo que el público diga. Cuando yo me dedicaba a los estudios de mercado, mis jefes me dejaron muy claro que una cosa eran los estudios de demanda y otra los de demanda satisfecha. Si tú le preguntas a alguien cómo sería su casa ideal, te dirá una cosa. Si le preguntas cuál ha comprado, te dirá otra. La realidad, no siempre es como la deseamos, ni siquiera como la vemos, me atrevo a decir.
De lo que hablamos, en publicidad, es de marcas. Y las marcas, son quienes tienen que hablar antes, durante y después de la famosa «conversación».
Cuanto más espacio ocupen las redes sociales, y cuanto más hablen de nosotros en ellas, más esfuerzo tendremos que hacer en la comunicación tradicional de marca, entendida como branding y publicidad. Porque más allá de la saturación, los peligros actuales del nuevo entorno son el ruido y la uniformidad. El ruido lo provocan los propios usuarios. Hablando por nosotros en cualquier lugar. Si les dejamos decir cualquier cosa, poniendo en sus manos la iniciativa, probablemente no obtendremos mucho más que un rumor heterogéneo que difuminará los valores que, como dueños de la marca, debemos crear y posicionar con fuerza en la mente del consumidor. Y este ruido se produce en un entorno, como Facebook, Twitter y lo que venga, que defiende un modelo uniforme en el que ninguna marca está por encima de las demás. Con páginas corporativas estándar que, salvo alguna aplicación llamativa, acaban situando en el mismo plano de imagen a la gran multinacional que al pequeño comercio de la esquina. Esa característica, que es una de las ventajas para muchos pequeños anunciantes que pueden competir en igualdad de condiciones con los grandes, se vuelve contra todos porque anula el principal argumento de marketing de todos los tiempos: la diferenciación. De modo que mientras conversamos y escuchamos, debemos redoblar los esfuerzos en forjar una imagen corporativa sólida, bien definida, potente y que le llegue por diversos canales al público. También los 1.0 en los que nuestro mensaje, llegue de forma clara y sin interferencias. Que hablen de nosotros, bien, pero que digan lo que nosotros queremos que digan. Es una tarea difícil, pero nadie dijo que competir en el mercado fuera fácil. Imagen: Adaptación del original de brianburk9 en Flickr realizada por avantlink.com, ambas en Creative Commons.
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