Apuntes para la clase de semiótica– William Shakespeare, el poco inglés William Shakespeare, ha dicho, con Plutarco, que sabemos lo que somos, pero no lo que el devenir nos depara. En la doctrina estética de Paul Valéry, hijo de Francia, hija de ardua y múltiple estirpe de tradiciones y linajes literarios, se dice que lo que escribimos con seriedad es leído con laxitud, y que lo que escribimos laxamente es leído con rigor. Jean Paul Sartre, en su búsqueda del drama, terminó haciendo filosofías, no viviendo. Podría saturar esta ventosa página con ejemplos de hombres que han logrado cometidos que no querían, pero quiero pasar al asunto como francés, ávido de concreciones. ¿Es posible, contrariando a José Ortega y Gasset, crear historias llamativas? ¿Es verdad que nuestra «sensibilidad superior» no se traga cualquier argumento, y menos los espinosos y salados en exceso? ¿Qué hacer cuando nos piden, como guionistas, crear una historia o contar una historia? Chesterton ha predicado que un buen cuento jamás sobrepasará el discreto límite de seis personajes. Lope de Vega siempre usaba la misma fórmula para construir sus argumentos: en su drama casi siempre hay una mujer de estirpe que se acompaña de una mujer lacayuna, hay un hombre de estirpe que se acompaña de un «bribón» o «hábil», como se dice en España, y hay un padre que impide que el hombre de estirpe se case con la mujer de estirpe (hija), que será extirpada por el bribón, que ama a la lacayuna, de la cual está enamorado el padre. De tal modo el público puede registrar, fácilmente, la lucha entre el Bien y el Mal, entre el Amor y el Odio. Quien siga los formulismos clásicos, quien sepa usar un léxico limpio de tecnicismos, quien escriba para el deleite y no para el didáctico afán de fama, tendrá ventura. Aconsejable y nada deleznable resulta hacer adaptaciones de novelas para contar historias. ¿No son las alegorías de Dante las mismas alegorías que soñaron los Padres de la Iglesia? ¿No son los panfletos de Quevedo reminiscencias de la política de Dios? ¿No son las obras de Shaw, del inteligentísimo George Bernard Shaw, multiplicaciones satíricas basadas en la ácida visión marxista? ¿Qué puede hacer un hombre con una tradición? Pulimentarla o contrariarla, que es lo mismo, según un dictamen de Borges. Según el cosmopolita Borges, sí, al mar le debemos la aparición de la `Odisea´, magna obra llena de imágenes marítimas, vinosas, purpúreas. Borges, para lograr efectos misteriosos, inicia su cuento `Las ruinas circulares´ exclamando, con tono griego, lo siguiente: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche». La invisibilidad (indivisibilidad), la embarcación que a pesar de su tamaño es invisible, la unanimidad que hace que todos los hombres duerman y que todos ignoren tal desembarque, y la palabra noche, símbolo de los infiernos, son peripecias sintácticas usadas por Borges con «ático estilo y erudición romana», siguiendo el adagio estético de Walter Pater. Invocar misterios es fácil si sabemos manipular la soledad. Hoy, el «yo», es algo sagrado. Hoy, la soledad, es toda una aventura. Las letras gauchas, por ejemplo, son emotivas porque no hablan de naciones o de pueblos, ni de grupos, ni de sindicatos: hablan del hombre solo contra la llanura, así como Homero habló del hombre frente al mar y así como Dante habló del hombre frente al Infierno. Oigamos una Saga de Grettir que nos muestra el rigor clásico de la narrativa que sabe construir soledades: «Días antes de la noche de San Juan, Thorbjörn fue a caballo a Bjarg. Tenía un yelmo en la cabeza, una espada al cinto y una lanza en la mano, de hoja muy ancha. A la madrugada llovió. De los peones de Atli, algunos trabajaban en la siega del heno; otros se habían ido a pescar al Norte, a Hornstrandir. Atli estaba en su casa, con poca gente. Thorbjörn llegó hacia el medio día. Solo, cabalgó hasta la puerta. Estaba cerrada y nadie había afuera. Thorbjörn llamó y se ocultó detrás de la casa, para que no lo vieran desde la puerta. La servidumbre oyó que llamaban y una mujer fue a abrir. Thorbjörn la vio, pero no dejó que lo vieran, porque tenía otro propósito. La mujer volvió al aposento. Atli preguntó quién estaba afuera. Ella dijo que no había visto a nadie y mientras hablaban así, Thorbjörn golpeó con fuerza». Registramos la palabra «noche» y el nombre «San Juan», palabras que juntas producen misticismo, si me permiten aplicar aquí el `ordine geometrico´. Los nombres nórdicos, cubos de hielo, por sí mismos enfrían la narración. Registramos, además, sendos actos («llovió», «trabajaban», «pescar», «cabalgó»), actos que son símbolos que nos recuerdan que los poetas sajones sólo cantaban para la acción, no para las artes amatorias. Sigo. ¡Parece que los hombres del relato son autómatas y que es la naturaleza la avisora de los destinos! Pero si el tiempo no nos sobra, pero si lo cotidiano embota los caminos de la pluma, podemos apelar al gongorismo, a la construcción de objetos verbales que por sí mismos produzcan embelecos. Dice Alfonso Reyes, más o menos, así: desde que Adán le puso nombre a las cosas, son las palabras las vías directas hacia el placer. No debemos gastar cientos o miles de palabras para narrar la pampa, y podemos hacer que una mujer diga de su hombre: «Sus ojos tenían el aspecto de quien ha labrado un millón de hectáreas». ¿Cómo son tales ojos? ¿»Claros, serenos», como decía Cetina? ¿»Negros, negros, y negra la suerte», como quería Manuel Machado? ¿O grises, es decir, ya incapaces de diáfanas sorpresas o de honduras sombrías? ¿Debemos despilfarrar léxico para retratar una ceremonia religiosa o aristócrata cuando podemos decir, con Góngora, «cielo de cuerpos, vestuarios de almas»? Me parece que es imperioso que volvamos a ver en el lenguaje no sólo un instrumento de construcción de conceptos, sino un sistema decorativo, un sistema de los objetos, como dice el título de un libro de Baudrillard.
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