Texto para alumnos de planning antropológico- Jaculatorias oigo salir de los sociólogos cuando no encuentran el quid o el folklore que explique sus teorías y justifique sus pobres y costosas becas. Los ojos, bástenos decir, son incompetentes para toda práctica científica. La esencia de las cosas, si me permiten usar la jerigonza de la filosofía clásica, no está expuesta a la luz del sol, pero sí a la luz de la razón, retomando la verborrea del tiempo de las Luces. ¿Para qué sociología? Para entender eso a lo que solemos llamar memoria primitiva, que está hecha, supuestamente, de imágenes, esto es, de dibujos. ¿En dónde está el dialecto primitivo? Vayamos hasta los dibujos de los niños, que justo ahí hay dialectos (para mí un dialecto es un diálogo grosero con uno mismo). Por más civilizados que seamos jamás perderemos nuestro dialecto. Todos, sí, todos usamos un dialecto propio y uno social. ¿Qué busca el sociólogo, y sobre todo si es estructuralista? Busca el dialecto compartido, mientras que el psicólogo busca dialectos individuales. Pasemos al asunto de forma recta. ¿En dónde podemos encontrar el dialecto del hombre de la ciudad? En los grafitis, en los refranes, en los proverbios, en las paredes rayadas por los estudiantes. ¿Por qué tales expresiones son dialectales? Remitámonos a Menéndez Pidal, quien decía que un idioma inestable, uno que todavía habla con él mismo para ponerse de acuerdo con él mismo, puede considerarse dialectal. Una palabra en el mundo de la filología no es la misma en el mundo de los grafitis. En un muro, digo, una palabra aislada se transforma en un símbolo, y por eso es menester colorearla, inflarla, adornarla, pues así, gesticulándola, dice más. Una sintaxis compacta, un léxico nimio o una gramática trabada con morales cuñas, son cosas que obedecen a la represión política o económica. La fábula es típica en los pueblos reprimidos, ha dicho Ezra Loomis Pound. Con pocos recursos es imposible decir mucho, y con mucha vigilancia estatal es ineludible el tener que escribir en fábulas. El ruido excesivo de la ciudad produce «gritos escritos», gritos silenciosos o grafitis, como pensaba Norman Mailer. Tales gritos silenciosos son, a fin de cuentas, dibujos, siendo el dibujo anterior a la escritura. Yo quiero gritar mi queja, y como no me lo permiten, la dibujo, pero como soy civilizado y no cavernícola la plasmo con una palabra-dibujo, con un ícono o logotipo. Según los estudios de Chesterton, inglés cuentista, y de Sir Herbert Read, viejo profesor de poesía en Harvard, el lenguaje nació de boca y manos de cazadores y recolectores. Los dibujos de tales personas cumplen objetivos tales como catalogar, enseñar, y sobre todo, influir en el objeto dibujado. Todavía creemos que la posesión de imágenes nos da poderes mágicos sobre las cosas, y por eso la gente en la ciudad porta en sus bolsos fotografías de sus hijos o amantes. Otros más hacen que en sus carteras la imagen de un santo esté pegada a la foto de un ser entrañable, y todo para que el santo cuide al entrañable. La mentada conjunción de imágenes representa una sintaxis, pero una sintaxis primitiva, una sin estilo, escueta, tanto como la que hay en las sagas de Islandia, llenas de verbos, que no de calificativos. El dibujo suple la carencia del léxico, y lo que no podemos describir con léxico sí podemos representarlo con dibujos. Pensemos en el dialecto de los franceses, que cuentan con una lengua muy bien labrada y desarrollada a fuer de menesteres políticos. Pensemos, luego, en el dialecto alemán (en el de Marx o en el de Schelling), forjado con el fuego de la filosofía idealista, es decir, del pensamiento aglutinante, monista, panteísta. Las condiciones climáticas y políticas determinan el desarrollo de una lengua (ver los tratados de hermenéutica de Dilthey). Para el francés hablar es delicioso, y en la pobreza o en la riqueza hablar es placentero para él. José Ortega y Gasset ha escrito esto: «Los franceses son la gente que se complace más en vivir. Encuentran que, buena o mala, la vida es siempre deliciosa si se acierta a degustarla». Hablar es degustar la vida. El lenguaje primitivo del inglés, que siempre ha vivido en las penumbras que Shakespeare nos enseña en su `Macbeth´, ha hecho novelas y cuentos fantásticos. El alemán, siempre hambriento de poder (¿por culpa de Nietzsche?), ha fraguado novelas ideológicas, dice Ortega y Gasset. Y el francés, hombre lleno de axiomas de Robespierre, ha manufacturado novelas realistas. Pero vayamos más lejos, hasta las lejanías de Argentina. ¿Qué novedades buscó el argentino en sus inicios, quiero decir, al forjar su lengua? Buscó justificarse con la cultura francesa, cuenta Borges, y después con la inglesa, y luego llegó, dice el argentino, hasta la ignorancia, cosa fea que produjo la mejor apreciación de lo local, de la singular poesía gauchesca, que está llena de los dibujos primitivos que el criollo vislumbró en la incierta pampa (por hoy omitamos la trilogía Banchs, Lugones y Almafuerte). El gaucho no usaba la palabra «pampa», así como nosotros no usamos la palabra «ciudad». ¿Por qué? Porque para nosotros la ciudad es natural, algo con lo que contamos, esto es, en lo que ya no pensamos. ¿De qué colores está hecho el gaucho dialecto? Del color del acero, de las estrellas, sobre todo. Una milonga afirma que el argentino lleva en el corazón «un hosco rencor pendenciero y en los negros ojos la luz del cuchillo», el color del acero. ¿Qué más? El dialecto argentino, creo y me disculpo con mi amada nación si es que yerro, está hecho de ponchos, o de calor, o de amistad fiel, escudo éste de Argentina (Groussac, fastidiando a Güiraldes, que era hombre de ciudad con afanes campesinos, dijo sobre éste: «Tiene que estirar el poncho para que no le vean la levita»). ¿Qué más? Oigamos un fragmento del épico `Martín Fierro´, obra de José Hernández, que escribió su obra magna sin fines no lucrativos en el mundo de la estética, pero sí en el de la política: «Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vigüela,/ que el hombre que lo desvela/ una pena estrordinaria,/ como la ave solitaria/ con el cantar se consuela». Hernández usó el dialecto gauchesco o dibujo local para que su folleto agitador diese resultados ígneos. Los aburridos estudios estéticos que he fatigado me han enseñado que la poesía, que el canto, es anterior a la prosa. Tal significa que la emoción es anterior a la razón, y si así es, entonces la soledad representa mejor al hombre que la imagen de la sociedad, pues sólo a solas uno encuentra el «camino de la aurora», según un bello poema de Cernuda. ¿Qué dialecto hay en los octosílabos de Fernández? Vemos que no se ha perdido el `instinto de animación´, vemos que el poeta cree que la vigüela tiene vida y compases impone. Vemos, digo, que como el Quijote o Quijotiz, el cantor busca consuelo cantando poemas para mitigar nunca imaginados dolores, que sólo pueden ser superados por la distracción activa. ¿»Ave solitaria»? Sí, el ave canta sola, cree en su canto y dice, modificando unánime y unamunescamente a Tertuliano: «Credo quia consolans». El sociólogo tiene que ser como el caballero andante, que sabía de medicina y dolores, de poesía o cuitas, de pinturas o fotografías agoreras y de estética, o sea, de lo que está más allá de lo bello y de lo feo (en su `The Use of Poetry and the Use of Criticism´, el poeta Eliot ha dicho que el gran escritor supera los gustos temporales, culturales, para instalarse en los arquetipos `für ewig´). Que sea el arte quien le abra sendas puertas a los nuevos sociólogos. Foto cortesía de Fotolia.
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