Más interesado en la trama que en los personajes está el cuentista. Más interesado en los personajes que en la trama está el novelista. Más interesado en el tono que en los entramados personajes está el poeta. Más interesado en la trabazón de los géneros que en el acto creador está el crítico. Hay escritores que logran perfeccionar ciertos modos de expresión, llamados «géneros», pero hay otros que sólo adoptan técnicas ajenas para pulimentar su quehacer profesional. Los periodistas norteamericanos (Wolfe, Talese, Hamill) usaron la narrativa literaria para hacer que sus historias fluyeran mejor o como el río de Heráclito. El Modernismo, en su caso, adoptó el lujoso vocabulario de Hugo y de Verlaine para regenerar el idioma español. ¿Qué tenemos que adoptar para lograr un tono sereno? ¿Para qué serenidad? La serenidad, que no la inverosímil objetividad, sirve para escribir textos científicos, manuales, instructivos y noticias. Hablemos del tema de modo indirecto, como lo hacían los grandes sabios. Matar nuestro ego, aniquilar nuestra personalidad, absorber la ajena y darle forma, implica una flagelación, una mutilación propia, una multiplicación al modo de Walt Whitman, que fue americano y todos los americanos al mismo tiempo. Bueno, para aprender algo sobre la serenidad contemplemos `La Flagelación´ de Piero della Francesca, pintada hacia 1451, pues lección es de templanza y serenidad y paz al narrar. El tema es violento, pero al ver la pintura sentimos paz. ¿Por qué paz sentimos? Porque Piero della Francesa usó la «sección áurea», esto es, esgrimió ardides o subterfugios geométricos, que coloreados se hacen «falsos silogismos de colores», como ha dicho Sor Juana Inés de la Cruz en su `Soneto 145´. Esos hombres del temple, los que más cercanos a nosotros yacen, del «arte ostentando los primores» están, y su arte es el arte del matar, como quería De Quincey. Para narrar serenamente cualquier suceso, ora brusco (como la muerte de Billy The Kid), ora cómico (como la flagelación falsa que Sancho Panza tenía que darse para desencantar a Dulcinea), primero hay que instaurar leyes, axiomas, escolios, postulados. La `Ética´ de Spinoza tiene un pasmoso tono de paz porque el judío portugués imponía y después argüía, y no al revés. Piero della Francesca hizo que esos hombres tuvieran miradas firmes, hizo que creyeran en su Ley o que eran la Ley (`Zaddik´), y no más. Después de instaurar leyes en nuestro texto, después de hacer que el verbo se haga carne («Esto es así», «Aquello es esto», «Todo fue, es y será» o «Ejeyé asher ejeyé»), hay que elegir la técnica idónea. Piero enmarcó su flagelante escena con arquitectura clásica, que siempre aspiró a imitar y a mejorar a la naturaleza. Nuestra técnica será silogística, pues el silogismo es «cauteloso engaño del sentido», como dice la poetisa mexicana. Después de sembrar leyes y de imponer razones, pasaremos a la citación de autoridades, al acto de sitiar nuestro texto. Para que nuestro texto no sea un «vano artificio del cuidado», ni «una flor al viento delicada», citaremos pasajes de autores poco leídos o aislados de la clase social que nos colige con los ojos, quiero decir, que nos lee (Aldous Huxley, lúdicamente, aconsejaba hablar en las tertulias sobre pintores ajenos a la culta cultura popular). Piero no usó sombras, no usó líneas gruesas, y tampoco nosotros usaremos citas gruesas u oscuras, sino proposiciones nítidas. El reto, aquí, consiste en dar luz, mucha, tanta, que todos queden deslumbrados. Si la memoria, que está hecha de incertidumbre, no me yerra, fue hablando acerca de La Recoleta en Argentina cuando por primera vez tuve que citar un poema gaucho para defender las osadías de los héroes fundadores. Dije: «¡Qué bonito era Macario/ en su caballo retinto, /con la pistola en la mano,/ peleando con treinta y cinco». ¿En dónde están las razones? En la yuxtaposición de las palabras «bonito», «caballo», «pistola» y «treinta y cinco». ¿En dónde hallamos las leyes? En la ecuestre figura y en la eficaz pistola. ¿En dónde el silogismo? En eso de «bonito» y «retinto». ¿En dónde la técnica? En la silabación gauchesca, en la rima producida por las nociones de calidad y de cualidad («retinto» y «treinta y cinco»). ¿Y qué más hay que saber? Hay que saber disimular las opiniones propias y hacerlas pasar por antiguas. ¿Cómo? Con metáforas viejas. Olaf Stapledon, hacedor de estrellas, nos enseña cómo hacerlo con una deleznable metáfora espacial, con una que dice: «Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con una sonrisa que el otro pisa la sepultura». ¿Qué persuasión es ésta? El lector se conduele del escritor porque siente que éste, que al fin ha logrado la «adultez mental», se acerca a los confines de su vida. No quiero llenar esta página con alusiones, pues la serenidad narrativa, que tiene rostro de verdad, sabe imponerse sin la pátina de mi pluma.
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