Me salgo a la terraza con mi libro de De Bono y empiezo a vislumbrar en las nubes ciertas formas concretas que no alcanzo a definir. Le doy una mordida a mi manzana y pienso en la vitamina B, y anoto la letra B en mi Moleskine, base de mis ideas. La punta de mi lápiz es chata y no tengo filo (sofía) para sacarle punta. Olvido el lápiz y saco una pluma. Pero el problema con las plumas es que pintan con tinta y las ideas de tinta son difíciles de eliminar. Vician. Encierran. Abro mi libro de De Bono y medito en el pensamiento lateral. ¿Habrá un amigo invisible que piensa a mi lado, lateralmente? Lanzo una pregunta al cielo y Monterrey se queda inmutable, inmudable. Volteo y me acuerdo de algo: el diseño arquitectónico y decorativo de la agencia en la que laboro o «jalo» (no sé qué «jalo» todavía, pero algo me obliga a estar tenso) fue pensado para estimular la creatividad. Pero no me meto, me quedo afuera. Prefiero el caliente aire libre, lo prefiero aunque alguien ha dicho que al aire libre las energías intelectuales se dispersan (y en Monterrey se dilatan con los muchos grados centígrados). Vuelvo a morder la manzana y un poco de sangre queda en ella. Mis encías están débiles, mi creatividad, mi mordida creativa anda mal. Rayo mi Moleskine, dibujo en ella siluetas y nacen fantasmas. Todo se me ocurre, menos lo que se me debería ocurrir. Camino. Observo a la señora que hace limpieza, tan segura de su labor, tan firme en su destreza, y le pregunto qué piensa sobre cualquier cosa. Ella contesta con seguridad, como si tuviera todas las respuestas en la cabeza. Sigue limpiando y me adentro en la agencia. Saludo a los diseñadores, que están en su rollo, o desenrollando sus representaciones. Hay gente de diseño que gusta de la escritura, y escribe muy bien. No sé si lo contrario pase. No lo sé y no quiero pensar en ello. Me da sed. Me da hambre. Parece que todo pasará antes de que yo tenga hecho mi trabajo. Saco mi `iPhone´ y me comunico con alguien, con mi hermano, que vive en Seattle y trabaja en Microsoft. Él dice que mi trabajo nada tiene de creativo, porque no hay sistemas… Le respondo que sí hay sistemas, pero él insiste en que no. Él me cuenta sobre su novia, que es pintora y que cura el alma de la gente radiografiando almas. ¿Yo curo empresas? Eso suena muy trillado. Pero, ¿qué odio le tengo a lo trillado?, ¿por qué tanta ojeriza contra lo que ya ha sido arado y probado? Una mordida más a mi manzana y un rayón más a mi Moleskine, que no quiere hablar. Salgo a la calle y me topo con un vagabundo. Trato de hablarle, pero yo, para él, no existo. Él huele mal, él huele a orines, a alcohol. Él, parece, ha descubierto los secretos del universo que no ha descubierto el sujeto del Ferrari que pasa. Él, el vagabundo, vaga con su mente a los universos paralelos de De Bono y no ha leído a De Bono. Él empieza a hablar de su antigua esposa, de la Revolución y del choque automotriz de ayer. ¿Lección? No todas las locuras sirven para hacer publicidad. Una mordida más. Una más. Más. Queda el hueso. La hoja de la Moleskine se llena. No hay espacio. Me ahogo. ¡Una idea! Sí, una pobre idea… ¿Cómo sé que una idea es grande? ¿Es verdad que se «siente» la grandeza de una idea? Eso es romántico, eso sí que está trillado. Puerilidades aparte. Lo dudo. Las grandes ideas nacen pequeñas y uno las va formando, y si a veces las encontramos enormes es porque ya las habíamos trabajado con antelación, pero no lo sabíamos. Este es mi freudiano proceso creativo. Foto cortesía de Fotolia.
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