Apuntes para la clase de redacción– Según los estudios del poeta Goethe han sido los griegos los catalogadores de todas las formas y estilos existentes. Declara el alemán que después de Grecia devino el diluvio estético y un montón de nubes, aguaceros y tormentas que nos impiden volver a leer nítidamente el libro que es el entreverado universo, impreso en nuestros endebles sentidos. Para los diletantes y amantes de lo moderno, o para los enemigos de lo antiguo, la sentencia de Goethe no es verídica. Pero yo les recuerdo que Shakespeare no inventó cosas nuevas, que no creó argumentos nuevos, pues todos sus entramados dialogados y todas sus enramadas escénicas pertenecen al aire antiguo, a Plutarco, al modo de sentir el mundo de Montaigne (que más romano que francés fue) y a las crónicas de Holinshed. Según Ezra Loomis Pound, crítico, la poesía del Dante hubiera sido imposible sin la poesía de la Toscana y de Provenza. En la obra magistral del federal periodista José Hernández, argentino, nos topamos con un moreno interrogado por Martín Fierro que quiere saber de dónde vienen los cantos de la tierra. El moreno, bardo, es decir, mitológico y antropomórfico, responde que los cantos del viento y del fuego provienen de las quejas de los muertos, cantos que serían, así, cantos de la historia. Parece que los historiadores y sociólogos alemanes tienen razón (Horkheimer, Adorno, Marx): somos una cosa histórica, un remanente, un ente cribado, algo pulido por los vientos y las voces, por el fuego y la pasión de nuestros ancestros, un «producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase», según Lenin, gran prosista. ¿Qué heredamos de nuestros ancestros? La técnica. Ésta es para el poeta en ciernes, como dice el Mengo de la `Fuenteovejuna´ del madrileño Lope de Vega y Carpio, un recipiente, un molde, y cree que el continente o la forma producirá un gran contenido, algo interesante, y por tal va «arrojando verso a prisa/ al caldero del papel,/ confiado en que la miel/ cubrirá la burla y risa». La pasión, sin control, es mero romanticismo, mero mal gusto, mera pasión al modo de Byron. La rima, el metro y la cadencia son ornatos, no poesía `an sich´. El gran poeta, como el estoico y como quería Pound, necesita verlo todo o treinta años de vida, necesita asimilarlo todo y después cantar. No hay que templar las cuerdas de la guitarra y de la boca por espíritu deportivo, pero sí hay que cantar sólo cosas que caen en nuestros dominios, sólo cantar nuestros dolores genuinos. Cruz, en el `Martín Fierro´, explica lo antedicho, diciendo: «A otros les brotan las coplas/ como agua de manantial;/ pues a mí me pasa igual, aunque las mías nada valen:/ de la boca se me salen/ como ovejas del corral». El agua, ha dicho alguien traducido por Borges, es el elemento que obedece a la gravedad para mantener su forma. El agua es movimiento y espejismo, es leche y olvido, es Narciso sin rostro, canto sin boca, frescura sin cuerpo. El poeta apocado no sabe guardar sus coplas, y las escupe, y como Almafuerte, sí, escribe cosas patéticas, pero que a veces son grandiosas por la potencia de la elocución (el `Piu Avanti´ de Almafuerte obedece a la sentencia de Wilde, que ratifica la calidad de los versos de los malos poetas, de los que no saben controlar sus iras y aficiones). Con razones suficientes José Hernández dijo lo transcrito: «El progreso de la locución no es la base del progreso social». G. Orwell, por su lado, decía lo contrario, afirmando que un buen decir equivale casi geométricamente a un buen pensar, a un buen sopesar, a un buen ponderar. ¿El artista visualiza primero su obra y luego le da forma o todo empieza nubosamente? Dijo Paul Valéry que el gran poeta sabe captar con palabras lo que en su espíritu entrevé a medias. La historia nos da los instrumentos, y nosotros debemos determinar qué hacer con ellos. Y cuando no nos da nada, algo hay que hacer, hay que hacer de las boleadoras nuestras armas, del facón un vigía, del pingo una certeza, del mate, del tabaco y del papel un pretexto para cantar octosílabos. El bonaerense de cepa se envanecía porque en Buenos Aires la delincuencia era facsimilar a la que había en Chicago, y Evaristo Carriego creía que leyendo a Dumas podía tocar el lejano presente político del mundo desde una polvorienta provincia, y Macedonio Fernández creía con fervor que lo actual está aquí y allá, aquí en este nuestro angosto cuartucho y allende, sí, en los castillos recorridos por Bertrand Russell. El acto creativo es un deseo de actualidad, es el afán de hacer que cualquier cosa, hasta la más baladí, valga la pena. ¿Más pruebas? ¿Qué dijo Heráclito cuando vio que unos viajeros le visitaban para contemplar sus actos de sabio? Pidió a los viajeros que no se decepcionaran, pues también en una casa rota y calentada por humilde estufa hay dioses. El artista puebla sus vacíos con fantasmas o quimeras, y deja de ser incrédulo por voluntad propia. ¿Qué serían las obras de Shakespeare si un Samuel Johnson se negara a creer que las tramas acaecen en Roma o en Alejandría? El arte, más que de verosimilitud, está hecho de silogismos estéticos. No importa que no creamos en la historia mientras creamos en la psicología del narrador de la historia. Fénelon ha dicho: «Nada tan rato como el orden en las operaciones del espíritu». Aristóteles, prefigurando a los empiristas, sostuvo que había bienes naturales y artificiales, y lo dijo para que los hombres supieran la calidad de los estímulos recibidos. Spinoza construyó toda la raigambre humana a partir de sencillas alegrías, tristezas y deseos. Descartes quiso explicar el desorden del espíritu por medio de dudas sistemáticas. Podría abarrotar páginas con ejemplos, pero la longitud del artículo periodístico y la venganza del whisky me limitan. Pero la realidad y la experiencia me dicen otra cosa: el gran poeta no ordena, mezcla, licúa, como en unas líneas de Chaucer, que dictan: «This cokes, how they stampe, and strayne, and grinde, and turnen substance in-to accident». Huidobro, desde Chile, ha dicho que el ojo, que es sintético, al mirar construye y conjunta y ordena el caos. Enrique González Martínez, mexicano, meditó en el poco cribado oro humano (`in interiori homine habitat veritas´), aseverando que toda gran poesía debe estar cerca del «ritmo latente de la vida profunda», vida caótica. ¿Más? Borges ha escrito en un admirable poema que el «nombre es arquetipo de la cosa», versos con resonancias de Protágoras, que enseñaba lo de la derecha: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son». El poeta, el pintor o el escultor siempre está trabajando, siempre está bifurcando con su palabra las cosas, los tiempos. Las palabras, «las armas, son necesarias,/ pero naides sabe cuándo;/ ansina, si andás pasiando/, y de noche sobre todo,/ debés llevarlo de modo/ que al salir, salga cortando». Poeta, que la palabra sea como un talismán que abra «mil puertas» (`species mille, ars una´). En la siguiente clase hablaremos sobre cómo hacer eslóganes con octosílabos. Gracias y buen inicio de semana. Foto cortesía de Fotolia.
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