Lección de redacción política– Las palabras tienen caducidad, y la misión del poeta es revivirlas o matar las que ya no sirven, ha dicho Goethe, ha dicho Góngora y ha dicho Karl Kraus. En el mundo de la política los redactores constantemente se ven en aprietos, en carestías léxicas, en sequías refraneras. Es imperioso crear nuevas arengas y usar nuevos sintagmas. Digamos que las consonantes son instrumentos musicales y que las manos que tañen tales instrumentos son las vocales («yo pensé que no hallara consonante», dice Lope en un soneto). En `El recurso del método´, novela del cubano Alejo Carpentier, podemos aprender cuáles son las problemáticas que arrostra un político cuando tiene que hablar en situaciones nuevas, en espacios sociales nuevos. El personaje central de la novela es el Primer Magistrado, que hartas acciones malas comete y que se ve en la obligación de hablarle a un público que ya no lo quiere. El Magistrado tenía que escribir un discurso, pero las palabras «no le venían a la mente, porque las clásicas, las fluyentes, las socorridas, las que siempre había usado en casos anteriores, parecidos a éste, de tanto haber sido remachadas en distintos registros, con las correspondientes mímicas gestuales, resultarían gastadas, viejas, ineficientes, en la actual contingencia. Cien veces contrariadas por sus actos, esas palabras habían pasado del ágora al diccionario». ¿Cuáles eran esas palabras? Aquí el listado: «Libertad, Lealtad, Independencia, Soberanía, Honor Nacional, Sagrados Principios, Legítimos Derechos, Conciencia Cívica, Fidelidad a nuestras tradiciones, Misión Histórica, Deberes-para-con-la-Patria». Todas estas palabras son parte del «diccionario» básico de todo político, son parte de una retórica, que de tanto ser pronunciada o lanzada al aire ya no suena, y en sordina ha caído, en imperio de silencios ha caído. Según la Semiótica, y precisamente la Pragmática, que es parte de la Semiótica, podemos cambiar la dirección postal de las palabras, llevando términos científicos a la casa de la política, por ejemplo. ¿Problema? La ininteligibilidad que toda novedad causa. También podemos trastocar la Sintaxis, cambiar órdenes, decir «Derechos Legítimos» y no «Legítimos Derechos», ganando, de tal modo, sonoridad, pues la palabra «Legítimo» está llena de «íes», que son débiles y que no sirven para iniciar un llamado. También podemos mudar el gestuario, el tono, la entonación. Pero antes de alterar la técnica, sí, hay que alterar nuestras teorías. Los políticos siguen pensando que hay individuos típicos, orejas típicas, oídos listos para dejar entrar las mismas piezas de siempre, y ya no es así. Los estudios sociológicos y económicos han descubierto, por ejemplo, que ya no es posible distinguir, a simple vista, al obrero del oficinista, al proletario del burgués, al derechista del izquierdista, al padre de la madre. El salario, como decía Marx, repercute más en los usos y en las costumbres que la distribución de empleos. Pero pensemos: ¿qué se mantiene estable en el público? El gusto por la sonoridad. Carpentier lo dice de bellísima forma: «somos harto aficionados a la elocuencia desbordada, al `pathos´, la pompa tribunicia con resonancia de fanfarria romántica». ¿Funcionan todavía lágrimas, puñetazos, miradas al cielo, léxicos idealistas y retóricas retorcidas por la siempre retorcida interpretación de la prensa? No. La «política» siempre ha sido confundida con la «real politik», es decir, la «ideología» siempre ha sido confundida con la «administración», la «cosmovisión» con la «necesidad». Aceptemos momentáneamente que los discursos políticos tratantes de ideologías son poéticos, y que los tratantes de administraciones son prosaicos o hechos en prosa. ¿Por qué no mutar lo romántico en acto y el acto en idea? Así, creo, ganaríamos credibilidad. Después de pronunciar la palabra «Independencia» podríamos hablar de libertad positiva, negativa, activa, pasiva (como quería I. Berlin), de la libertad que tiene el cuerpo para ir, venir, subir, bajar, saltar, agacharse, vestirse, maquillarse, acoplarse, etcétera. Después de hablar de «Alumbrado Público» podríamos hablar del estudio, de la lectura, de la luz que los jóvenes necesitan para escrutar libros, fuentes de sabiduría, caminos del progreso. Con lo dicho ganaremos credibilidad, pero perderemos gracia, carisma. ¿Cómo mantenernos agraciados? Empuñando panoplias poéticas, manteniendo nuestro sistema metafórico intacto. Rubén Darío, citado en la mentada obra de Carpentier, escribió que el Rey Luis de Francia fue un «sol con corte de astros en campos de azur». El Poeta de Nicaragua habla de un rey, de alzada pompa, sí, pero de un rey envuelto en cosas asequibles para todos, como el sol, las estrellas, los campos. Podemos hablar de «Honor Nacional», cosa portentosa, pero envolviendo el tal «Honor» en metáforas tecnócratas, científicas, en palabras que designen áreas, chácharas y personas frecuentadas por la gente. ¿Tiene la población un concepto de la «Nación» similar al de Hegel? No. ¿Qué es la «Nación» para el pueblo? Es algo material, es un edificio. Si estibaremos palabrería, que sea sobre la arquitectura. Que el «Honor» sea una fachada, que la «Nación» sea un pilar, que lo abstracto tenga la cara de lo que existe.
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