Texto para el taller de redacción de blogs- Ludwig Wittgenstein, lingüista, ha meditado sobre las impresiones que el mundo deja grabadas sobre la retina. Adorno, con el señor Horkheimer, ha tratado de razonar cuáles son las impresiones que quedan grabadas en el oído después de una guerra. Guilles Deleuze, recuerdo, ha procurado enseñarnos la importancia que tiene la piel, que es capa y fondo, que es cobertura y abertura del cuerpo. Podemos, como los ciegos, ver a través del olfato, pero de un olfato poderoso, tal como el canino. O podemos, como los probadores de vinos, conocer la historia de la tierra por medio del paladar. Un discurso, una peroración, una arenga, una meditación, un razonamiento enarbolado por alta voz, no sólo está dirigido al oído, y tiene que producir olores, colores, texturas. ¿Qué pasa cuando nos dirigimos a un público obrero? ¿A qué clase de sonidos está acostumbrado el oído de un obrero o de un pequeñoburgués o de una vendedora de flores? Crosland, el analista, ha escrito lo anexo: «Gente a la que objetivamente se ubicaría en la clase obrera por su oficio o por su pertenencia familiar ha alcanzado los ingresos, el modo de consumo y a veces la psicología de la clase media». Todo consiste, como decía Hamlet, en tener disponibilidad, que en jerga económica se llama «liquidez», cosa que provoca maleabilidad social, movilidad, capacidad para ir y venir, para cambiar de teatros, de escenarios, para ser líquidos, como diría Heráclito, como diría el sociólogo Bauman. Pero el dinero no trastoca, fundamentalmente, el cuerpo ni el tímpano, y hay discursos que simplemente no pueden ser entendidos por clases sociales que han ascendido pirámides materiales, no estéticas, no lógicas, no éticas. ¿Qué pasaba cuando el Quijote enristraba oratorias medievales y harto refinadas frente a rústicos campesinos? Nadie entendía nada y todos quedaban sorprendidos. Una clase social alta, una que ha parido hombres como Montaigne o como Bertrand Russell, se distingue de las clases sociales populares, según G. Simmel, por su ropa, por su peinado, pero sobre todo por su gusto musical, por su educación auditiva, base de toda buena conversación, que era la fuente de la cultura griega y romana, que mayéutica era. Que toda música nos sea agradable denota «mal gusto», ha dicho el gran judío G. Steiner. En nuestros gustos musicales se nota nuestra prosapia, ha dicho P. Bourdieu en lejana entrevista. Las masas, ha espetado Schopenhauer, jamás notan técnicas, fondos, prosodias de Joyce, pero sí historias fáciles de entender, palabras y descripciones sencillas, sin matices. Las masas comprenden mejor un discurso moral (bueno-malo), uno lleno de dicotomías, que uno lógico (uno paradójico, un `pillow problem´), que uno que incluya más de dos elementos o enclaves fundamentales. Malo o bueno, y no hay más. Teresa Panza, como Sancho, nada quería saber de pronunciaciones, de númenes fonéticos, de gradaciones, pero sí de placeres tocables, de pasteles y collares y vestidos y carros. Pero la Señora Panza, lúcida, no quería que su hija casada fuese con conde o duque o marqués, pues sabía que convivir con un hombre que vive en un ajeno mundo sonoro es meneo insoportable para una mujer sencilla y adecuada a mugidos, pajariles chiflidos y chirridos técnicos. Pero la hija de los Panza podía educarse, salvarse, cambiar de piel, de ojos y de oídos. Rusia, según la prosa de Lenin, tenía que emerger con el trabajo de campesinos, obreros y soldados de nimia educación. Los hijos de tales hombres, en cambio, no pensaron tanto en la electrificación del país como en la poesía y prosa de Dostoievski, y preferían sonsonetes de sonetos a sonsonetes de máquinas. Un poema de Pasternak, titulado `Los primeros trenes´, dice: «Embelesado, humildemente observo/ a viejas transeúntes moscovitas,/ a simples artesanos y sencillos obreros,/ jóvenes estudiantes, gente de los suburbios». Interpretemos un poco como Freud, un poco como Lacan o como Jung. Léase más la estructura semántica que la sintáctica. Hay, en los versos del amador de los clásicos, Pasternak, la palabra «viejas» y la palabra «moscovitas», que hablan de cepas y layas y alcurnias. Están, además, las palabras «artesanos» y «obreros», que hablan de trabajos técnicos. Y también está la palabra «estudiantes». Lo histórico, lo moscovita, es idea política (política económica, diría Stalin), y luego lo político fundamenta lo económico, que cuando es estable y permite solaz hace posible el estudio filosófico. ¡Y aquí deviene una ruptura generacional! El orgullo local, provinciano o nacional queda olvidado por unos estudiantes que se sumergen en ideas mundiales, universales, filosóficas, estoicas, epicúreas, inglesas, yanquis. Los estudiantes empiezan a aspirar aires nuevos, ideas nuevas, y si retenidos se ven por su grupo social, ora obrero, ora campesino, ora comerciante, procurarán cambiar de país, intentarán insertarse en sociedades nuevas, aunque en tales sociedades ganen menos dinero que en donde están (el lector acuciado se remitirá a los libros de A. Sen, que se ha sumergido en el tema de la emigración). Rosa Luxemburgo, recordándonos a Aristóteles, dijo que los actos, los hábitos, forman costumbres, forjadas de actos hechos sin consciencia y que terminan siendo cultura, grupo (mundo) de situaciones con el que contamos, tanto, que ya no pensamos en él. La mano, `abacus princeps´, pasa del azadón al libro, del refrescante vaso de cerveza al cálido vino, de la palmada a la caricia, y en general el hombre pasa del utilitarismo animal al sentimentalismo humano, de la lectura del cielo y de la tierra a la lectura de novelas, del calzado tosco al charol, de la fábula oral a la epopeya, del estruendo vernáculo al jazz y a Puccini. Tales transformaciones deben ser consideradas por el orador político, que tiene que insertar en sus sonoras disquisiciones el mundo de objetos que rodea al público. A un campesino llegado a la ciudad, a un comerciante que ha cambiado de entorno, podemos hablarle con tecnicismos rurales (preterición) y con lujoso léxico burgués (anáfora) simultáneamente, pero a un joven que siempre ha vivido en la ciudad, de padres campesinos, no. Un orador sabe que hay «grupos de pertenencia» y «grupos de referencia», sabe que hay metáforas y figuras retóricas adecuadas para cada necesidad y para expresar mensajes específicos. El Estado, el mayor productor de discursos de todos los tiempos, sabe que su función es «reconciliar» contradicciones de clase, como ha escrito Lenin. Un político que sólo habla la lengua de Renán incomoda al mundo campesino, y uno que sólo habla la lengua del gaucho incomoda al ciudadano. Como dijo un personaje de Carpentier, que nuestro lenguaje sea «allegro con coglioni».
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