Karl Kraus, el temido satírico europeo, se quejaba porque los periodistas de su época, como los de hoy, eran incapaces de narrar un hecho sin entrometer filosofías o descripciones efímeras. Jorge Luis Borges, en un artículo que fabricó para la revista `Sur´, se quejaba de las malas descripciones que hacían escritores del tamaño de José Ortega y Gasset, que multiplicaba las figuras y las metáforas sin pudor alguno. Henry Louis Mencken, burlón crítico literario, sostenía que es válido golpear con engarrotadas alegorías a un escritor cuando éste tiene ideas y técnicas mediocres, cuando uno tiene ideas superiores, esto es, universales, retomando la arenga del gran Platón. Platón peroraba contra los malos escritores, que con su prosa metafísica son incapaces de hablar sobre la realidad, una realidad móvil, una que exige cambios semánticos en las palabras. Más. Ludwig Wittgenstein, el gran burlador del lenguaje, sostenía que la gramática debía ser fenoménica, es decir, que debía apegarse a las costumbres de los hechos y no a las costumbres sociales o culturales. Pound, Ezra Pound, quiso con el `Imaginismo´ fabricar cámaras fotográficas poéticas, recuerdo. Feyerabend, en un admirable tratado científico, ha escrito que «todo fijismo semántico tropieza con dificultades cuando se trata de dar cuenta en su totalidad del progreso del conocimiento». Karl Marx, leyendo arduamente los textos de Smith, de Ricardo y de Malthus, descubrió que en todo texto científico hay apariciones y desapariciones de palabras, escamoteos y mascaradas teóricas y epistemológicas, fenómeno que produce oscilación y vacilación a la hora de interpretar, a la hora de apelar al secretario Hermes. K. A. Porter, escritora, ha dicho que la jerga técnica y científica anula la validez de los documentos en el futuro. Parece que todo el mundo está preocupado y enterado de los problemas de la narrativa, menos los periodistas, que siguen hablando de utopías, de «objetividad» y de la «fidelidad» de las fuentes «oficiales» y «oficiosas». Entendámonos de una vez por todas y preguntémonos: ¿a qué tradición literaria pertenezco?, ¿con dicha tradición puedo captar los hechos que pretendo retratar? ¿Podía Karl Kraus, saturado de Shakespeare, criticar Leyes? ¿Podía Galdós, en su época periodística, retratar las mutilaciones sociales de España con la prosa de Cervantes y de Quevedo? Paul Valéry, primer prosista de Europa, creía que la mayor bondad o virtud de un poeta consiste en fotografiar, con sus palabras, lo que entrevé con su espíritu. Y el argentino Borges, en sus `Prólogos´, promovía la siguiente idea: escribimos mejor sobre los temas que desconocemos. ¿Lo bien conocido genera textos mediocres? ¿Lo desconocido genera textos fantásticos? Tratemos de meditar el tema, de machacarlo. Nadie dirá que la prosa de Lenin, que dedicó veinte años al estudio de la obra de Marx y otros más al ejercicio político, es mediocre. El político (o el periodista), como decía Homero, debe ser el hombre que conozca mejor las vueltas, no el poseedor del mejor caballo. No sabemos si es posible escribir cuentos fantásticos atenidos completamente a la realidad, y no sabemos si existen textos verosímilmente acostados sobre la materia. Pero no todo está perdido. Podemos empezar por discernir entre la epistemología naturalista y la sociológica. Si narramos una revuelta en Oriente con el lenguaje naturalista («la naturaleza del asunto provocó la revuelta», por ejemplo), ¿qué pasa? Pues pasa lo que decía Marx: disfrazamos lo artificial con herbaje, lo evitable con inevitabilidad, lo accidental con necesidad. Jules Gritti, analizando textos de `Le Monde´, terminó razonando el siguiente oro: en la prosa o narrativa judeocristiana, es decir, madre de casi todas las narrativas, la categoría filosófica `Necesidad´ es trocada en `Providencia´. Un concepto naturalista es cambiado por uno sociológico, artificial. Una narrativa sociológica siempre debería usar lenguaje sociológico, pero el problema, como dice Bourdieu, es que la sociología todavía se está haciendo. ¿De qué fuente extraer nuestro léxico? Podemos extraerlo de la Lingüística, o al menos de los científicos objetos de estudio que más simulen la conducta humana. Jakobson ha hablado de la bifurcación de la comunicación humana, hecha de códigos y de técnicas de desciframiento de códigos. El lector de la prensa no tiene técnicas determinadas de lectura: sólo tiene referentes, referentes mezclados, referentes venidos de las ciencias, de las ciencias conocidas por el `corpus´ social. En cada época hay una estructura social dominante, afirman las teorías marxistas, aunque en el fondo siempre es la estructura económica la que domina, declaran. Aceptemos tal presupuesto y preguntemos: ¿es preferible, así, usar palabras o metáforas nacidas de la economía? Sí, pero no olvidemos que la economía está hecha de política, de historia y de filosofía, esto es, de geografía, costumbres e ideologías. Imaginemos hiperbólicamente para generar contrastes sobremanera visibles, imaginemos que Tagore tiene que escribir una nota periodística para tribales africanos, un texto que describa una boda aristocrática. Imaginemos que la nota dice algo así: «La Princesa Alfa lucía muy fresca, alegre, decidida a hacer feliz a su esposo». Lévi-Strauss, estudioso de la cultura alimenticia de ciertas tribus africanas, ha encontrado, creo, las siguientes equivalencias allá: un joven soltero es algo crudo, un hombre maduro y casado es algo cocido, una mujer joven y soltera es algo fresco y una mujer madura y casada es algo podrido. ¿Cómo tomarían los lectores la nota? Que el lector deduzca. Otra costumbre en la narrativa judeocristiana, ha dicho Louis Althusser, consiste en creer que todo se puede leer en dos grandes libros: en la Biblia y en el Mundo. Hay, entonces, fuentes «oficiales» o «divinas» y fuentes «secundarias». Citar fuentes «oficiales» produce «fijismo» semántico, ya que nadie quiere meterse en problemas con las autoridades. Tal «fijismo» produce anacronismos, quiero decir, crónicas desfasadas que usan lenguaje viejo para relatar hechos nuevos. Buscar en las fuentes «oficiales» (`Ways of validation´), como Hitchens, nos exige un ejercicio de reinterpretación, y buscar en las fuentes secundarias (`Ways of discovery´), como Talese, nos exige tener un público prudente y letrado, menester casi imposible. ¿Cómo reconciliar el lenguaje científico que hemos aprendido, rígido, con el lenguaje que la realidad pide a gritos? Tal vez debamos recordar que Freud habló sobre la «elasticidad en las definiciones». Gritti afirma que los redactores franceses, para emular objetividad sin verse tajantes, evitan toda reconstrucción narrativa. ¿Será posible? Si no hay objetividad en el retrato, en el relato o en la narración, tal vez sí haya objetividad en la cronología, en el orden de las imágenes (diégesis). Pero, ¿cómo coordinar fotografías de índoles diversos capaces de urdir relatos? Echando mano de las técnicas literarias, que exigen el uso de «enclaves», de «núcleos», de una idea central. Que la belleza inspeccione a la verdad, y que la verdad produzca buenos textos. Foto cortesía de Fotolia.
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