Nuestra cabeza es una construcción social, es el resultado de los avatares históricos, y en ella albergan distintas épocas, posturas científicas y filosofías. Todos llevamos en la mente un Aristóteles, un San Agustín, un Descartes, un Kant y un Derrida. Conociendo la historia del pensamiento, o por mejor decir, de la filosofía, podemos comprender qué clase de entes mentales, nociones, representaciones, silogismos y argumentos esgrime el ser humano para pensar. Postulamos que las personas usan distintas formas de pensamiento o de racionalidad para pensar en distintas clases de objetos, ora intelectuales, ora ontológicos, ora metafísicos, ora científicos. Creemos, sí, que las mujeres usan un pensamiento primitivo, es decir, teológico y metafísico para razonar los productos cosméticos que usan. En mujeres y en hombres hay lingüistas, pero también cavernícolas que buscan protección, cuevas y coches, árboles y paraguas. Un argumento publicitario que busca vender productos para embellecer a la mujer tendrá que hacerse con proposiciones que confundan lo analítico con lo sintético, lo natural con lo artificial. Roland Barthes, en su ingenioso libro llamado `Mitologías´, justo en la sección intitulada `Publicidad de la profundidad´, dijo: «Como ya lo señalé, en nuestros días la publicidad de los detergentes agita esencialmente la idea de profundidad: la suciedad ya no se arranca de la superficie, sino que se la expulsa de los lugares más secretos». ¿Profundidad? ¿No habíamos saltado del mundo teológico y profundo al mundo empírico y superficial? Parece que no, parece que al pensar en las mercancías destinadas al embellecimiento humano olvidamos empirismos, fenomenologías y demás. Para los filósofos antiguos, padres de nuestro pensamiento primitivo, el mundo tenía capas, niveles, honduras, cuevas. Platón, usando un lenguaje poético, así lo propuso. Valéry, en bella expresión, dijo que lo más profundo es la piel, pues en ella se impregnan las radiaciones de la materia, pues en ella se graban los «atributos» del mundo, si nos permiten usar jerigonza espinosista. Para la mujer la piel es el fundamento de la belleza, es un envoltorio, es una carta de presentación que debe ser admirada, pero no comprendida, es decir, penetrada. Los «poros», dice Barthes, son las puertas del agua, que ente hidratante es, que vida es, que materia vital es, pero una que no puede llegar hasta la «raíz» de la piel si no es llevada por la «grasa». Los publicistas, para darle forma al agua, para darle cuerpo, para cristalizarla, para venderla, para darle cuerpo al alma, la convierten en cremas, en jugos, en néctares, en jaleas, en aceites, en esencias. Barthes, para explicarlo, ha dicho: «Por otra parte, la medicina permite otorgar a la belleza un espacio profundo (la dermis y la epidermis) y persuadir a las mujeres de que ellas son el producto de una suerte de circuito germinativo en el que la belleza de las eflorescencias depende de la nutrición de las raíces». Se llega a la raíz de la piel de modo indirecto, así como se llega al alma de modo indirecto, vía oraciones, vía súplicas y rituales, según el pensamiento antiguo. La grasa, especie de Espíritu Santo del agua, se encarga de transportar las acuosas virtudes hasta las diosas Dermis y Epidermis, Madres de la Belleza. ¿De dónde vienen todas estas creencias? Del arte, parcela del saber humano desarrollada, sobre todo, por el Cristianismo, religión que nos enseñó a leer los «poros» del mundo, sus coyunturas. El arte fue anterior a la moral, y ésta fue anterior a la lógica. Primero sentimos, luego ponderamos y después razonamos. ¿Es ponderable o razonable la belleza? Sólo para los artistas, mas no para la gente común y corriente que compra cremas para embellecerse. ¿Se siente la belleza? Sí. La mujer bella, decía Valéry, no puede vivir sin halagos, siendo los tales halagos, hoy, las pruebas de la beldad adquirida a fuerza de embadurnamientos. En la poesía de Góngora, poeta de alma antigua, encontramos referencias a las virtudes que el agua o lo líquido logra gracias al vehículo grasiento. Leámosle: «La dulce boca que a gustar convida/ un humor entre perlas destilado,/ y a no envidiar aquel licor sagrado/ que a Júpiter ministra el garzón de Ida». ¿Qué compran las mujeres para ser bellas? Compran agua, pero la compran en forma de humor (extractos, sábila, áloe), de perlas (cápsulas, pastillas, grageas), de licor (jugos, sueros), de divinidad (yerbas de Oriente, polvos de Japón, flores de China). Las cremas, dice Barthes, «son denominadas `líquidas´, `fluidas´, `ultrapenetrantes´, etc.». ¿Acaso el agua, por sí misma, no es «líquida» ni «fluida» o «penetrante»? Sí, pero lo líquido es informe, y lo fluido huidizo, y lo penetrante invisible, y la mentalidad antigua se siente incómoda ante lo que no puede ser atrapado y fijado por el entendimiento. El cerebro primitivo, entonces, busca que el agua se sienta, que tenga apariencia, y busca, además, que la dicha apariencia obedezca a las leyes físicas, a las hidráulicas, a las leyes de la hidratación. ¿No es todo esto un trascendentalismo? Sí. ¿Y no es el trascendentalismo una especie de anticuado evolucionismo? Sí. El evolucionista se hace ilusiones, se las hace creyendo que el mundo va mejorando, progresando, labrándose, acumulándose, puliéndose, haciéndose mejor, más y menos profundo a la vez, pues se aleja, dice, de las penumbras de la ignorancia para adentrarse en las de la ciencia. El evolucionismo quedó relegado hace mucho tiempo por la ciencia, pero sigue usándose en el mundo de la publicidad, que tiene por público a gente sin filosofía y sin ciencia, pero con mucha religión, parafraseando a Goethe. Podemos encontrar argumentos evolucionistas en la publicidad de productos de índoles diversas. Un consorcio residencial llamado `La Vista´, dice: «Porque la Vista… ¡es la Vista!». Vemos una tautología, un martilleo que busca la profundidad, el prestigio que da el abolengo, que sinónimo es de la profundidad. Una clínica dental, dice: «Contamos con lo último en tecnología para tratamientos…». ¿Lo «último»? Más evolucionismo. Una mueblería, dice: «Uniendo creatividad y exigencia, creamos la evolución en el concepto de espacios integrales». Sobra el comentario. La mujer, evolucionista casi por necesidad o porque se embaraza y porque tiene que sentir la evolución de sus hijos, cree en la existencia de principios ocultos. A diferencia del hombre, que cree en principios ontológicos, la mujer cree en principios metafísicos. Barthes lo demuestra, pues dice: «Se indica [en la publicidad de los cosméticos] solamente que se trata de `principios´ (vivificantes, estimulantes, nutritivos) o de `jugos´ (vitales, revitalizantes, regeneradores), un verdadero vocabulario molieresco, apenas complicado con una pizca de cientificismo». Para el hombre el agua es fuerza, y para la mujer es nutrición. Para el hombre la grasa es alma, y para la mujer, cuerpo, vehículo. Para la mujer y para el hombre «la piel vieja es seca» y las «jóvenes son frescas». ¿No es todo esto una concepción antigua? Heráclito, citado por Marco Aurelio, dijo: «La muerte de la tierra es convertirse en agua, la muerte del agua es convertirse en aire, la muerte del aire es convertirse en fuego, e inversamente». Muere la piel al secarse, al hacerse tierra, polvo. La publicidad, si realmente busca persuadir al ofertar mercancías «sofisticadas» (cosméticos), debe remitirse a argumentos antiguos. E inversamente, si quiere ofertar mercancías «obsoletas», debe remitirse a argumentos nuevos. Imagen cortesía de Fotolia.
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