El escritor Gabriel Zaid ha dicho en un lúdico libro que hay lectores de palabras, de renglones, de párrafos, de capítulos y hasta de libros. Los lectores de palabras son filológicos, buscan precisiones, datos históricos, preciosismos, rimas, acabados, las costumbres de Sertorio en Plutarco. Los lectores de renglones buscan tonos, poesía, versos inoculados entre líneas, el amor secreto de Shakespeare en `Macbeth´. Los lectores de capítulos buscan escenas, teorías, planteamientos y demás, kantianos desfases semánticos en los libros de Locke. Y los lectores de libros buscan diques, bloques, apoyos, ladrillos para construir su cosmovisión, es decir, una `private mithology´. Hay críticos literarios eruditos, de los que saben las fechas de todo, hasta de lo trunco. Hay críticos inventivos y con una imaginación excepcional, tanto, que comparan los libros que leen con libros posibles o soñados, como Carlyle, como Borges, como Cervantes, como Stevenson, como De Quincey, como Schopenhauer. Hay poetas que leen prosa para inspirarse, como el Shakespeare lector de Holinshed o de Montaigne, como el Octavio Paz lector de los surrealistas, como el Gracián lector del seco Marcial. Hay prosistas que leen poemas o mitos para elevarse, como Emerson, lector de los celtas y de los griegos. La crítica literaria siempre se hace desde una perspectiva, y dicha perspectiva va cambiando o debería hacerlo en la cabeza del crítico, que siempre será curioso si no quiere terminar historiando. Lo que no cambia es su cosmovisión, su filosofía, pues. El cubismo nos enseñó a mirar los objetos desde perspectivas varias, pero sin olvidar el cubo. Hace muchos años leí un libro de entrevistas, y entre las tales entrevistas había una que se le hizo a Ezra Pound, que para mí es uno de los cinco mejores críticos literarios de la modernidad. El entrevistador nos comenta que Pound tenía sobre su supletoria mesa un libro de Confucio y otro de Chaucer. Tal binomio letrado me obliga a hacer una pregunta: ¿es necesario no separarse jamás de nuestra tradición, de nuestra lengua? Otra: ¿es posible criticar textos escritos en lenguas ajenas, o traducciones? Chaucer, inglés, alimenta nuestra pasión por el inglés, pero Confucio nos calma, nos serena, nos da una filosofía, la filosofía del buen lenguaje, del efectivo. Usando a Confucio o a los latinos el crítico Pound escribía en inglés latino y preciso, así como Borges, usando a De Quincey, escribía en español alucinatorio. «Homero no escribió en latín, porque era griego; ni Virgilio escribió en griego, porque era latino», leemos en el `Quijote´. Todo gran crítico se ocupa de tres cuestiones: del lenguaje (forma), del pensamiento (fondo) y de la relación del criticado con otros autores (historia). Para criticar el pensamiento de alguien es menester tener un autor de cabecera. Kraus y Marx tenían a Shakespeare en el magín. Para criticar un estilo o forma sintáctica es necesario no un autor, sino una escuela. Pound, por ejemplo, aprendía de la imaginista, o del Vorticismo, o de las `canzoni´ medievales. Y para comparar es ineludible la erudición, pero una con sentido, rumbo, con `motto dell´anima´. Borges lanzaba su erudición hacia las estrellas, esto es, hacia la teología, la metafísica. Su cuentos dan testimonio de ello. En la parte posterior de un libro que compila los artículos de `Die Fackel´, leemos: «Kraus citaba profusamente a Shakespeare, a quien tenía siempre presente. Como señalaba Edgard Timms, el biógrafo de Karl Kraus, éste `respondía a los acontecimientos políticos empapado en Shakespeare´». En uno de los muchos libros marxistas que he frecuentado, Eleanor Marx, hija de Karl Marx, sostiene: «Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de alguien y en manos de todos». Mucho se sabe de lógica, algo de estética y muy poco de ética. Al saber ética, no al ser ético, el Bien se troca en Belleza (estética) y ésta en Racionalidad, en Teleología. En la ética cabe lo bello, lo científico, pero jamás no lo contrario. Leo, alegremente, un texto de Karl Kraus, el mejor crítico del siglo pasado (`Sobre los monumentos´): «No es que sea ciego a las excelencias artísticas de una estatua ecuestre. Considero, sin embargo, que la plétora de estatuas ecuestres por las que ha de serpentear nuestra pobre existencia nos impide evolucionar, hasta el punto de que acabaremos siendo incapaces de crear tales estatuas». Kraus denuesta las muchas estatuas de una ciudad, y embolsa pregones esteticistas en una problemática moral. ¡Menos pasado y más presente!, grita Kraus. La crítica se hace para equilibrar, para señalar los historicismos de un libro que pretende enseñar política, o para acusar idealismos ahí en donde se fingen teorías económicas. Pensemos en los textos que Louis Althusser escribió para criticar a John Lewis, marxista e idealista, o pensemos en los textos que Karl Kraus escribió para criticar a los jueces de Viena, moralistas ciegos, o por mejor decir, éticos peripatéticos. Un crítico hace inventarios, descubre si un libro está «sistemáticamente ordenado» o si está compuesto de acuerdo a los gustos ideológicos del autor. Si el libro está bien armado, el libro es útil y puede ser vendido bajo rúbricas pedagógicas (como los libros de Aristóteles). Pero si el libro es un mero gusto del autor, el tal tendrá que ser vendido bajo la rúbrica de la poesía (como los libros de Homero en la Grecia de Platón). Importantísimo es que el crítico desafine con el criticado, que sean caracteres opuestos, dialécticos, pues sólo así se logran juicios lúdicos y no simples enunciados analíticos. Henry Louis Mencken, crítico dilecto mío, escribió (`Autorretrato de un crítico´): «Si pudiera reducirme a, digamos, una idea por año, sería novelista, dramaturgo o editorialista. Pero siendo incapaz de detener el torrente, y siendo poseedor, como ya dije, de una vanidad vasta y exigente, soy crítico de libros. A través de los libros, soy crítico del `Homo sapiens´ y, a través del `Homo sapiens´, soy crítico de Dios». Una lucha entre Mencken y Kraus, caudaloso también, sería una reyerta de perros, y no sacaríamos nada útil o bello de ella. En cambio, una delicia sería leer una crítica de Mencken a Kant o a José Ortega y Gasset, escritores disciplinados. Kraus, lector de Shakespeare, o Marx, también lector del inglés, fueron hombres que sentían pensando, como diría Unamuno, eran incrédulos con sobresaltos de fe. El poeta Auden, hablando de Hamlet, dijo: «Hamlet carece de fe en Dios y en sí mismo. Consecuentemente tiene que definir su existencia en términos de otros, por ejemplo, yo soy el hombre cuya madre se casó con su tío que asesinó a su padre. Quisiera convertirse en lo que es el héroe trágico griego, una criatura de situación. De ahí su incapacidad de actuar, porque sólo puede `actuar´, es decir, jugar con las posibilidades». ¿Griego? Político, entonces. ¿Criatura «de situación»? Político, entonces. ¿Sólo puede actuar? Político, entonces. Toda crítica tiene tintes políticos, tinta roja, sangre y carne. Citemos a Kraus, erudito en política: «El pequeño burgués que no es capaz de conseguir por sí solo sus elevaciones anímicas necesita que se le recuerde continuamente la belleza de la vida». Nuestro autor tilda a la burguesía pequeña de insensible, de ciega, de incapaz de vislumbrar los cambios históricos, pues hay que ponerle «los valores de la vida delante de las narices». Todo texto, toda acción política llevada a cabo con un texto tiene vacíos epistemológicos, caprichos o creencias de clase. El crítico debe ser una piedra de toque resistente a los ataques del exterior. El buen crítico, más que agua es fuego, pues comprueba la calidad del oro y de la plata. El malo es agua, y se adapta a las circunstancias. De Macedonio Fernández, especie de Arturo Schopenhauer americano, Borges escribió: «Seguía imperturbablemente su idea. Recuerdo que atribuyó tal o cual opinión a Cervantes; algún imprudente anotó que en determinado capítulo del `Quijote´ se lee precisamente lo contrario: Macedonio no se desvió ante ese leve obstáculo y dijo: `Así será, pero eso lo escribió Cervantes para quedar bien con el comisario´». El crítico sabe leer lo que su víctima escribió, pero también lo que quiso hacer con el texto, lo que quiso encubrir, deformar, confundir. De Marx podemos aprender a leer sin ingenuidad. ¿Qué hacía Kraus cuando un político pregonaba sus muchas e impuestas obras de arte, obras colgadas en las paredes de la ciudad? Respondía con respuestas éticas, no estéticas. Oigámosle: «Sus calles están pavimentadas con cultura, mientras que las de otras ciudades lo están ya con asfalto», dice nuestro genial. El gran crítico, además, sabe usar el método indirecto, como lo hacían los grandes militares de la Antigüedad, como aconsejaba Maquiavelo. No atacar los cuerpos, sino las ideas que alimentan a los cuerpos. No atacar la religión, sino a los dioses de la misma. «Las personas que nos atienden son monumentos. El cochero es toda una individualidad, y yo no avanzo. El camarero tiene casta y por eso no me trae la comida y me hace esperar. El carbonero canta alegremente en su carro, y yo me congelo», depreca Kraus, quien después afirma esto: «El pasado se interna en el presente, lo cual explica la notoria impuntualidad vienesa». Todo gran crítico, así, se debería hacer preguntas de la clase adjunta: ¿el autor del libro es perito en el tema que trabaja o su peritaje viene de su autoridad política?, ¿el libro es escrupuloso o vanguardista, escrupulosamente vanguardista o vanguardista en anquilosamientos?, ¿el autor busca intimidar o invitar?, ¿el público podrá comprender la jerigonza?, ¿dogmatiza o matiza cada párrafo? Después de revisar la parte ética, aunque no las buenas intenciones, hay que comparar, saber si el libro denostado o alabado no es un despilfarro de papel, un ladrillo más puesto sobre el informe edificio del saber humano.
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