Marco Tulio Cicerón creía que Homero había hecho mal dándole a los dioses atributos humanos. Mejor, dijo el padre de la elocuencia, hubiese sido que los humanos tuviesen virtudes divinas. Los lectores de Homero, los que ponían sus libros en dorados estuches, como Alejandro, pensaban el mundo con las categorías mentales homéricas, o por mejor decir, pensaban comparando lo teórico o teológico (`theorein´) con lo físico. Sólo comparando es posible pensar, crear, generar ideas nuevas. Y para comparar es menester poseer erudición histórica. Y la historia, se sabe, es memoria. Cuentan que el mejor método para llegar a la originalidad consiste en no buscarla, y cuentan que la perfección se allega cuando ya no pensamos en ella, cuando hemos asimilado la técnica, cuando nuestro cuerpo es el motor de la técnica y no la técnica de la técnica. Manos de pincel y no con un pincel, puños de cincel y dedos de pluma son cosas necesarias para esculpir, pintar y escribir con gracejo. Las letras clásicas enseñan que el hombre es instrumento de los dioses. Es necesaria una formación clásica, es decir, clasificadora, para ser grandes artistas, redactores, pintores y escultores. El gran escritor ve en la escritura un oficio, no un acto inspirado, así como el pintor hace de la pintura un mural, un ejemplo moral (pienso en Diego Rivera). Montaigne, hablando de los libros, dijo: «Apenas leo los nuevos porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; ni los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del pobre conocimiento de mi griego». Si Montaigne nos parece «pasado de moda», hablemos, entonces, de Jean Cocteau, artista capaz de extraer de la modernidad la estofa necesaria para crear obras maestras. Carpentier, al razonar al francés, escribió (`Jean Cocteau y la estética del ambiente´): «Todos sus libros, reflejos del ambiente, reaccionan contra el malestar de la época presente, interpretándolo de modo admirable. Su cultura sólida unida a una de las más completas sensibilidades artísticas imaginable, le permite detenerse serenamente ante todos los problemas estéticos y humanos con una comprensión tranquila y algo irónica». Lo irónico nace en el parangón histórico. Bien dicho por el cubano. Un ojo moderno habituado a las lecturas antiguas, o al menos a leer los libros clásicos en su idioma (como Barthes, que sólo sabía hablar bien el francés), se educa para comparar, o mejor dicho, para contrastar, para restarle al fárrago de datos de la ciudad lo que no es esencial. ¿Qué querrá decir Carpentier cuando habla de una «cultura sólida»? La respuesta está en el texto: habla de los «lugares comunes», «clásicos», que son «eternas obras maestras», según Cocteau. ¿Por qué deberíamos leer los clásicos libros? Porque esos libros nos ubican, porque rompen lo ubicuo, lo ambiguo, y porque nos ponen «en situación», como diría Sartre, pero en una «situación conocida». ¿Podríamos vivir entre puras novedades? No, pues nos volveríamos locos o Alicias. «Cuentan que Ulises, harto de prodigios,/ lloró de amor al divisar su Itala/ verde y humilde./ El arte es esa Itala/ de verde eternidad, no de prodigios», dice un bellísimo poema de Borges llamado `Arte Poética´. Toda cosa, sostenía Leibniz, es un punto de vista o «verde eternidad», es una dirección, un lugar, y sin tal lugar o sin saber en dónde estamos es imposible retratar lo que en miríadas miramos. Retratar bien es imposible yendo en un carrusel. Un libro griego o latino nos enseña virtudes universales, tales como la prudencia y la templanza, y sólo por medio de tal universalidad es posible descender hasta lo particular, hasta el rostro del bebedor de café que lee a Flaubert en la yuxtapuesta mesa, hasta las lindas manos de la mesera que nos atiende, hasta el molesto claxon del automóvil que pasa, hasta las nubes que advierten lluvia próxima. Preguntémonos qué veían o ven los otros, no qué vemos nosotros (propongo la palabra `gnosotros´, que quiere enseñarnos que sólo es posible la `gnosis´ conociendo la alteridad). Si sólo nos preguntamos qué vemos nosotros caemos en el solipsismo, en la ceguera, cuando lo que hay que buscar es la visión, la imagen límpida. «Emplace un lugar común, despéjelo, frótelo, ilumínelo de tal manera que choque, por su juventud, con la misma frescura y misma espontaneidad que tenía en su fuente, y haréis obra de poeta», dice Cocteau en `Le secret profesionel´. Quitad multitudes, limpiad cristales ahumados, paredes grasientas, muros pintados y rostros maquillados y encontraréis el verdadero rostro de la ciudad. Más. ¿Que escribiremos una nota periodística? Imitemos a los trovadores de la vieja Toscana e iniciemos el relato o la narración refiriéndonos al clima, a las nubes, que son voces de los apóstoles, según las Escrituras. ¿Que compondremos un cartel para anunciar una playa? Remitámonos a los vinosos mares homéricos, pues el color vino ha sugerido, sugiere y sugerirá misterio, o a Góngora, que habló de una «arena muda», expresión útil para trasmitir la idea de lo virgen. Los clásicos nos dan una «potencia propincua», como decía el Quijote, nos dan la capacidad de pensar en cualquier cosa. Alfonso Reyes pudo decir que los pícaros personajes castellanos o que los españoles antiguos podían ver el cielo sin quitar los pies del lodo, pues gigantes eran y podían pensarlo todo. Susan Sontag, en un ensayo llamado `Recordando a Barthes´, dijo de éste algo deleitable: «Se sentía que Barthes podía generar ideas acerca de cualquier cosa. Si se le ponía ante una caja de cigarros, se le ocurrían una, dos, muchas ideas: un pequeño ensayo». Barthes, cuenta Sontag, «tenía un título en materias clásicas». ¿No envolvió Alejandro los sabios y hondos libros de Homero en un estuche de oro exhumado en las riquezas de Darío? ¿Son los cigarros los símbolos de la sabiduría moderna? ¿No es la moderna cajetilla de cigarros un estuche de sapiencias y serenidades? Tales síntesis únicamente son posibles enristrando la clásica cultura, la cultura clasificatoria. Oigamos más a Sontag: «Lo que le fascinaba eran las clasificaciones mentales. De allí su escandaloso libro `Sade, Fourier, Loyola´, que, yuxtaponiendo los tres como intrépidos campeones de la fantasía, obsesionó a los clasificadores». Barthes podía pensar en todo, sostiene mi amada neoyorquina, porque siempre esgrimía taxonomías, órdenes, cánones (él era clásico, provinciano, y creía que «para hablar, hay que buscar apoyo en otros textos»). La memoria, caja de oro, guarda informaciones, datos, nombres, y barajándolos conoce la suerte del hombre, del mundo. El desorden o Babel (del hebreo `balal´ o `confusión´) o New York de Berman o París de Baudelaire se acaba cuando somos capaces de mantener nuestros «ojos claros, serenos», cuando nuestros ojos no se van tras cualquier aparador, pues han visto el trueno en el relámpago. Los clásicos, no se ignore, todo lo clasificaron, y lo hicieron con la rúbrica de la ingenuidad, esto es, de la intuición. El desorden mental hace que pensemos en objetos sin conceptos (cosas invisibles), en conceptos sin objetos (quimeras), en intuiciones sin objeto (fantasmas) y en objetos sin objetos (imposibilidades), según enseña el clásico Kant. Barthes, para pensar mejor, leía con minucia, no con voracidad. Sontag dice que Barthes siempre trabajó «bajo la égida de un gran sistema (Marx, Sartre, Brecht, la semiología, el texto)». Si otros han pensado lo que queremos pensar, ¿a qué martirizarnos repensándolo?, ¿por qué no pensar más allá de lo pensado arrempujándonos en lo que ya se hizo, en los hechos (`factum´)? Se nos olvida que pensar es combinar, barajar, como ya hemos dicho. San Agustín, en sus `Confesiones´, nos despeja, frota e ilumina la memoria: «Esto mismo da a entender la palabra latina `cogitare´, que significa `pensar´; pero en su raíz (que es `cogo´, de donde sale el frecuentativo `cogito´) significa `recoger y juntar´; y así, `pensar´ es lo mismo que juntar y unir las especies que estaban en la memoria dispersas». Borges, lector de San Agustín, siempre dijo que su memoria era superior a su imaginación, y lo decía irónicamente, ya que sabía que los demás lo ignoraban («Confiésalo Cartago, ¿y tú lo ignoras?», dice Góngora). ¿Recogeremos materiales del acervo moderno, que es facsimilar al nuestro? Tales materias se presentan como representación del presente, pero no como representación del pasado. ¿Por qué pensar en quimeras, fantasmas e imposibilidades si otros han pensado en realidades, personas y posibilidades de manera eficaz? Los modernos, nosotros, queremos imitar al camaleón, que se adapta al ambiente. Pero si el ambiente cambia muy rápido al final diremos lo de Cocteau: «El camaleón murió de cansancio».
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