Frederick Copleston ha escrito que los filósofos antiguos eran dogmáticos, pues creían que era posible adquirir conocimiento objetivo, irrefutable y universal. Gorgias, citado por Aristóteles, disentía, ya que afirmaba que la verdad, de existir, no podría ser entendida, y menos pronunciada, esto es, hecha verbo, signo. Los sofistas, en sus arengas, enseñaron que la verdad, más que ser absoluta, es relativa, y para demostrarlo esgrimían la lógica de los viejos pensadores de Grecia y la envolvían en silogismos elocuentes. Los medievales, más atentos a las cuestiones epistemológicas, resolvieron que la única verdad es Dios y que los únicos símbolos interpretables eran los signos que Dios quería revelar. Spinoza, interpretando el saber del pasado, sostenía que de Dios se desprenden atributos, y que cada uno de los tales atributos tiene un modo de expresión, un estilo para manifestarse. Así, el sol sería un reflejo de Dios y la luz y el calor y la redondez del magno astro serían una ignota pedagogía de la inteligencia, del amor y de la armonía. Copleston, en su árida `Historia de la Filosofía´, siembra el juicio siguiente: la epistemología es la filosofía moderna. La epistemología siempre analizará nuestras posturas mentales, nuestros estados mentales. Una proposición, un gesto o una postura corporal, decían los de Viena, es un estado mental. Doyle, como Poe y como Chesterton y como todos los cuentistas policiales, imaginaba que imitando el rostro del prójimo era posible entrar en los sentimientos del prójimo. Delimitemos: una proposición no siempre será lingüística, y Michel Foucault lo ha demostrado aseverando que todo discurso, para ser comprendido, tendrá que acompañarse de gestos, ademanes y hasta de un murmuro interior que brote de las costumbres de la sociedad. El relativismo cultural o antropología de microscopio, esa doctrina que gusta de destruirlo todo, que gusta del despropósito y de la impostura, será eliminado del pensamiento humano cuando encontremos un método que nos autorice emitir juicios sintéticos `a priori´. Y para pensar en tal problema hay que regresar a Kant, como dice el viejo adagio neokantiano del siglo XIX. Una palabra, digámoslo con certeza, cambiará su significado cambiando de lugar. Roberto Bolaño, nimio escritor, escribió un relato llamado `Otro cuento ruso´, y en él leemos la historia de un sevillano torturado e interrogado por una bestia que no sabe oír la lengua de Quevedo. El omnipresente narrador, dice: «El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño». Y luego, leemos: «El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba `kunst´, `kunst´ [coño en realidad], y lloraba de dolor. La palabra `kunst´, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido». Tenemos, aquí, un problema fonético, raíz de todo relativismo semiótico, de toda pragmática sin gramática o sin fenomenología. Para entender cómo una palabra se troca en otra, o cómo un signo se produce y se reproduce en sendos sistemas de comunicación, hay que enarbolar, dice Umberto Eco, una teoría, y la tal deberá explicar cómo funcionan los signos, y tal funcionamiento deberá terminar siendo sistema, con el que podremos entender cómo nacen los códigos y las comunicaciones humanas. Nuestra víctima grita con ardiente intención y con la lengua machucada la palabra «coño», pero el ruso escucha `kunst´, y piensa en el «arte», y de la palabra «arte», naturalmente, se desprenden sinónimos, tales como «sensibilidad», «creación» o «estética». Si el ruso de la fábula ha leído al gran Dostoievski sentirá que el torturado ha vivido mal y tal vez experimentará piedad, pero si sólo ha leído a Lenin pensará que su víctima es un burgués, y si no ha leído y es una bestia blonda, simplemente no enjuiciará y ejecutará las órdenes que le han dado. Estamos, vemos, urdiendo una teoría que propone que todos los «signos» son interpretados desde algún texto, y podríamos hacer otra que dijese que toda interpretación es allegada por la música (fonética, melodías, ritmos nativos), por la pintura (imágenes, paisajes, clima) o por la escultura (cuerpos, ciudad). El signo, dice Eco, no cuenta con una definición precisa. Los signos son entes vivos, camaleones que cambian de color cuando cambian su contexto. ¿Qué pasa cuando definimos? Petrificamos. ¿Podría la semiótica dedicarse a petrificar? No. Luego, la semiótica, más que ciencia, deberá ser filosofía, instrumento crítico, preciso. «En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad», dictamina Edgar Allan Poe. Los signos, que son los atributos de las nuevas cosas que nos rodean, se hacen palabras, y juntas hacen simbologías, y a las tales podemos tildarles un poema de Paz, poeta mexicano: «Dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas),/ azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas». ¿Voltearlas? ¿Recombinarlas? Nora Lange, de sangre nórdica, de imaginación mística, creía que la noche era una súplica y que los días eran perlas que se tejían. Kant ha señalado que siempre interpretamos echando mano de conceptos que tal vez no sean propicios para nuestra labor hermenéutica. ¡Cuánto ha sufrido la política por culpa de la palabra «colmena»! ¡Cuántos fascistas han portado en el magín la creencia que hace del hombre un insecto trabajador! La etimología es el rabo de una palabra, y conociéndola podemos ahondar en la historia de las ideas de cualquier pueblo. Pero la historia no es determinante si no se adereza con políticas y tradiciones. Nótese que la palabra «socialismo», por ejemplo, implica juicios sintéticos `a priori´, pues quien la escucha piensa en revólveres, en campesinado enardecido y en el `Das Kapital´. El semiótico hará, para desenvolver las mascaradas de la palabra, lo de Kant, que dice (`Crítica de la Razón Pura´): «O bien el predicado B pertenece al sujeto A como algo contenido (ocultamente) en ese concepto A; o bien, B está enteramente fuera del concepto A, si bien en enlace con el mismo. En el primer caso llamo el juicio `analítico´; en el otro `sintético´». Pensar que «todos los socialistas son campesinos» es como decir que «todos los cuerpos son pesados». La palabra «pesado» nos hace pensar en algo muy pesado, así como la palabra «campesino» nos hace pensar en gente rural. Lo pesado (idea genérica, es decir, inútil, según Berkeley), para un químico o para un teólogo medieval (recuérdese que los medievales pesaban plumas, ambrosía y almas), será menos pesado que lo que es pesado para un ingeniero industrial o para un astrofísico, gentes que trabajan con las imaginaciones de Robert Moses y de Ray Bradbury. Para alguien de New York City un hombre del Distrito Federal será un campesino, y para un hombre de la enorme ciudad mexicana cualquier sureño de México será, también, un campesino. Todo problema pragmático es un problema de sutilezas, de matices. Hundamos otro ejemplo y leamos el bello inicio del `Quijote´: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda». ¿Deja de ser un hidalgo el buen Quijano sólo porque no es opulento en bienes de fortuna? ¿Se olvidará alguna vez lo quijotesco sólo porque ya no hay caballeros andantes y sí muchos escuderos sin letras? Cada uno es hijo de sus acciones, ladrillos de la fama, así como cada signo es hijo de sus significantes, de su capacidad para la adaptación. Entonces, ¿cuáles son los rasgos que un signo debe poseer para sobrevivir?, ¿cuáles son las condiciones idóneas para que un signo viva? Parece, así, que el estudio de los signos tendrá que ser indirecto. Como querría Marx, pensemos más en las condiciones históricas que urden esvásticas, logotipos y cruces y estrellas que en la historia de cada esvástica, logotipo, cruz o estrella.
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