Texto para curso de investigación de mercado y OTL- Toda ciencia nueva necesita de una epistemología nueva, de ojos nuevos y de oídos nuevos, como diría el filósofo alemán Nietzsche. Tal teutón imprecaba contra el platonismo, pues a partir de éste los ojos de la Grecia antigua perdieron la capacidad para observar como Adán, esto es, inocentemente. Los griegos que en la Academia se ilustraban dejaron de ver cosas, empezaron a ver arquetipos, puras esencias, substancias que detrás de los entes yacían. Toda la Edad Media, platónica, agustiniana, aristotélica, urdió una racionalidad similar a la griega, es decir, una lógica, un modo preciso de pensamiento. De tal racionalidad nació, de la mano de Roger Bacon, el método empírico. El inglés citado prefería confiar en los ojos y en las orejas, y menos en la mente, que en su época era considerada extensión de Dios.
Este exordio sirve para entender los motivos por los cuales la sociología moderna ha dejado de confiar en la «continuidad». Todo fenómeno social, es cierto, causas tiene, causas determinantes, pero no originarias. Aseverar que tal acaeció por tal, o que lo de allende cambió por gracia de lo de aquende, es procrear ilusiones, desdeñar u omitir que ignoramos la mayor parte de las causas que engendran los acontecimientos del mundo. ¿Qué debe hacer un sociólogo para escrutar un hecho social? Debe estudiar la historia, única fuente que nos dará a beber razones idiosincrásicas y sincréticas, concatenaciones bélicas y teológicas, hilvanes teóricos. El meditador francés Gastón Bachelard, analizado por el epistemólogo Canguilhem, ha brindado la anexa tesis: «Sólo hay errores primeros».
No hay verdades sociales primitivas que se van desarrollando en el tiempo y en el espacio: hay errores en la ciencia egipcia, en la filosofía griega, en la jurisprudencia romana, en la escolástica medieval, y todos esos errores se van, silenciosamente, deshilvanando con el callado discurrir de las horas, de los días, de los años. El error, pensaba Bachelard, deleznable no es, sino fértil, nada fútil, nada que nos lleve al desazón. ¿En dónde buscaremos los errores originarios? En la literatura, sobre todo, y en las epístolas, y en los documentos privados, no populares. ¿Por qué? Porque en los documentos populares hablan las instituciones, lo estatal, lo legal, lo político, lo económico, lo ideológico, que científico no es.
Karl Marx, para conocer la real estructura de la clase burguesa, cita sendos y hartos documentos secretos, subyacentes. En las actas de cualquier banco sólo encontraremos burocracias, precisiones numéricas, preciosismos estimativos, cálculos fríos, mientras que en las epístolas o memorias de hombres y mujeres célebres y no célebres, ora dueñas, ora dueños, encontraremos pensamiento concreto, incomodidad ante la ancianidad del régimen, crítica ante la oficialidad, hechos rubricados con su verdadero nombre, comentarios en son de burla, o, como diría Canguilhem al comentar la filosofía de Bachelard, pensamiento «rural», férreo, no habitado por el espíritu de la letra, de la cultura.
¿En qué consiste tal estilística? Canguilhem, en texto llamado `Sur une épistémologie concordataire´, declara: «Ahora bien, el primer imperativo de este estilo es enunciar las cosas como se las ve o como se las conoce, sin preocuparse por lograr aprobación mediante el empleo de la atenuación». Tal afirmación cotejada puede ser con otra tesis de Bachelard, que afirma: «Las intuiciones son muy útiles: sirven para ser destruidas». El sociólogo ve ceremonias improvisadas, pero les llama «rituales», como si todo en una sociedad fuese ejecutado bajo los preceptos de una ley. El sociólogo ve «emigración», pero atenúa el hecho hablándonos de «globalización». Nombrar con común lenguaje los hechos mirados sirve para ir, poco a poco, destruyendo nuestras nociones previas o intuiciones.
Transcribo otra tesis de Bachelard: «Nuestro pensamiento va hacia lo real, no parte de éste». Un fenómeno social estudiado no contiene, en sí mismo, una realidad. La realidad, como lo hace el niño, se va construyendo. Las apariencias no engañan: nos engañan nuestros sentidos, que producen información falsa y huera que nuestro juicio, confianzudo, maneja sin saber lo que hace. Demostremos que Bachelard razón tiene, y citemos a Marx para hacerlo. Marx, declara (`El Capital´): «Una parte del dinero en curso representa mercancías sustraídas desde hace ya mucho tiempo a la circulación. Y una parte de las mercancías que circulan sólo proyecta su equivalente en dinero en el porvenir». Miramos riquezas, pero ignoramos deudas. Miramos dinero, pero ignoramos cómo se produce el tal. Miramos vestimentas elegantes y salones aderezados con melodías de Bach, y creemos que ahí hay cultura alta, pero ignoramos si tales cultas gentes son realmente cultas o sólo `snobs´.
Pensar así, sospecho, nos hará evitar toda evangelización, todo dogmatismo, típico rasgo de sociólogo embelesado por el objeto de su interés. Imaginamos que Roma fue la cumbre de la organización social, pero ignoramos que falló, dos veces, al querer recaudar impuestos puramente pecuniarios. Soñamos que las leyes extirpadas de Roma están ligadas orgánicamente a la economía, y hacemos juicios y constituciones políticas estudiando los cánones horadados que oraba Cicerón, y así, con dolor, caemos en el error, en el que se emboza con ciencia. Bachelard aconsejaba que al contemplar materias, entes corpóreos, esgrimiésemos la razón (`Materialismo racional´), y que al contemplar ideas, entes eidéticos, esgrimiésemos armas lingüísticas (`Idealismo discursivo´).
Ejemplifiquemos. ¿Qué es el suicidio? ¿Revisaremos estadísticas mortuorias para saberlo? ¿Entrevistaremos gentes que en íntima relación estuvieron con suicidas? Lo primero nos llevará a buscar un «sentido», un patrón geográfico, climático, como en la obra de Durkheim, y lo segundo a buscar «sinsentidos», patrones psicológicos, culturales y demás. El sociólogo debe comportarse, digámoslo en evangélico tono, como un frío observador. Menéndez Pelayo, al hablar de cierto y célebre libro, ha escrito: «El catedrático de Estrasburgo sabe y quiere ser sólo filólogo y bibliógrafo: por eso su obra será consultada siempre con provecho, y ni amigos ni enemigos la mirarán como fuente sospechosa». Todo análisis sociológico, hoy, parece hijo de la «ideología» burguesa, pues en lo tocante a las categorías científicas que usa, se limita al manejo de las categorías creadas por las instituciones burguesas.
¿Qué podemos hacer para eludir tales sospechas? Recurrir, como lo hicieron los maestros Heidegger, Bachelard o Martha Nussbaum, a la poesía, fuente de toda negación y expansión, causa que hace que la razón jamás esté satisfecha con su trabajo. Inoculo, incómodamente, fragmento de obra que ilustra lo que digo. Nussbaum, para ejercitar el juicio de sus cimientes jueces, apela a la imaginación, a la fantasía, que expande el pensamiento. Ella, dice (`Justicia poética´): «La fantasía es el nombre con que la novela designa la capacidad de ver una cosa como otra, para ver una cosa en otra. En consecuencia, podríamos llamarla imaginación metafórica». ¿Será el suicidio una tragedia o una comedia? ¿Qué acaecimientos nacen cuando le damos al dolor un toque de risa? Sancho Panza, en lúdico capítulo, ha pronunciado palabras del jaez transcrito: «Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado se vuelven bestias».
¿Cómo palia una sociedad su dolor? ¿Lo palia? ¿Lo sufre intempestivamente para a la brevedad olvidar? ¿Lo fragmenta poco a poco para sin sobresaltos padecerlo? Bachelard, diría: «El soñador contempla verdaderamente lo que se le oculta; con lo real fabrica misterio». El sociólogo es tal soñador, contempla lo oculto, saca a la estampa «las trampas de la fe», parafraseando un titular paciano. El sociólogo, al memorias y epístolas leer de personajes que pilares fueron y son de un pueblo, comparará, dilucidará tres cosas: ejemplarismos (las epístolas de Horacio, la `Epístola moral a Fabio´), lo histórico (guerras que tal vez acuciaron el desarrollo del estilo fabulador, como el animal estilo de Orwell, como el loco de Erasmo, como el alegórico de Cervantes) y textos sagrados (hablo de textos fundadores, épicos, tales como los de Homero, Hesíodo, Tasso o Milton). Al juntar sueño y realidad, idealismo y realismo, quimera y concreción, el sociólogo entiende lo mitológico, la imaginación de un pueblo, siendo la imaginación madre de la voluntad, siendo la voluntad madre de la cultura.
Imagen cortesía de Fotolia.
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