Entenados nuestros no son los azares del mundo, y no hace falta lagrimear ni caer en el patetismo cuando narramos o contamos un acontecimiento político, histórico o científico. Thomas Mann, para soslayar las liviandades literarias de los párvulos, de los que apenas aprenden a engarzar fárragos de letras y simuladas pataratas críticas, servíase del humor carnavalesco, humorístico, para redactar sus novelones. Al criticar al prójimo corremos el riesgo de parecerle al público meros santurrones, hipócritas desenfadados que rezan más de lo que hacen y que tildan más de lo que se expurgan.
Toda crítica, sátira, está hecha de una airada mirada muy capaz de ser también piadosa. Una situación penosa es como una mujer que ha llevado hasta el desprecio su dignidad y que merece, por su sola belleza, preces y halagos, pero también censuras. Un periodista pulcro y prudente evitará corruptelas, procurará no atender más al cínife mortuorio merodeador de muertos que al cónclave que los bendice. No hay mal puro, ni guerras irracionales venidas de la nada o del capricho: hay malas guerras, hay razones y sinrazones fortísimas para emprenderlas y sostenerlas. El periodista, cual historiante, cual Galdós, cual Voltaire, cual Menéndez Pelayo, comprende lo humanístico, se embebe de letras humanas (morales), divinas (metafísicas) y científicas (técnicas), y lo hace para poder parlar, imparcialmente, o como dicen hoy los imberbes, «objetivamente», lo que llega a su oreja y tintero. Rafael Cansinos Assens, en libro comentador de críticas literarias, ha dicho que el crítico busca estrellas y rocas, bellezas y fealdades en lo que escruta. Si con feos sucesos se topa, los explica y los comprende y enarbola propuestas y mejorías, y si con beldades, las elogia con la palabra, siendo la palabra el mejor numen para multiplicar lo bello. En Moliere, por ejemplo, vemos «humorismos tristes», tantos como los vistos en la famosa poesía de Urbina. En las obras de Allen, el cineasta de lo tragicómico, hay polifonía, hay llantos que brotan merced a excesiva risa, hay carcajadas sacadas de lo oscuro del ser, hay confusión, ambivalencia, vampiros que sangran dolor, filósofos de la cepa de Kierkegaard que tartamudean, soldados sin milicia, biógrafos con instinto de buitre, esto es, ironía, siendo ésta el ingrediente, nos dice Harold Bloom, supremo de las letras magnas, de las letras de Tom Wolf o de Gay Talese, gentes que supieron de achaques puramente narrativos, informativos, pero también estéticos, pues los porrazos y tragos amargos, útiles para despertar las conciencias, pasan mejor a las entrañas si los aderezamos con miel o los aminoramos con guantes de boxeador. El crítico prudente, mesurado, bondadoso, no se pasea extremadamente entre meditativos cadáveres, derruidos edificios o pobrezas descaradas, esto es, no describe los muertos, sino la muerte, ni los rostros amargos, sino la amargura. La descripción es, toda, simple basa, contexto que pretexta, vórtice volteriano, exordio quijotesco, o por mejor decir, arenga literaria que pulimenta o disimula lo feo, como Cervantes sabía. Allan Poe, testaferro de la inspiración oscura, describía interiores para que sus personajes estuviesen encerrados, desesperados, y no para estragar a los lectores. Para que una noticia bien averiguada luciente no sea de lo proceloso, de lo borrascoso, es menester introducirla en el magín del público con históricos datos, o hacer que lo acaecido parezca parte de un carnaval, siendo todo carnaval escenario de tragedias y comedias, de tronos y destronos, de desoladores truenos y de soles, de retruécanos y de retóricas. La mesura, ha dicho Goethe en bella cita, es la ética de la estética, y el arte exarca es de toda información.
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