El crítico Larra quería que el público del teatro tuviese juicio, inteligencia al juzgar. El juicio, todos los filósofos lo han razonado, es la función suprema de la inteligencia, siendo ésta característica primordial de los hombres sensibles. Los grandes sentimientos humanos como el amor, la gloria, los celos y el afán de venganza son experimentados por todas las clases sociales y han sido vividos por los hombres de todos los tiempos, y es labor del artista expresarlos acorde a las épocas, pues no es lo mismo odiar hoy que odiar mañana. El cine, considerado como un arte, combina varias artes, desde la versificadora hasta la pictórica, desde la danza hasta la fotografía; y, tenido por arte, ha servido, como todas las cosas creadas por el hombre, para dividir las sociedades en dos, a saber: en culta y en inculta. El hombre culto tiene gusto, mientras que el hombre inculto, que no lo tiene, necesita que le «den gusto», según expresión de Lope, uno de los padres de nuestro sabio teatro, que nació en el Siglo de Oro de las castellanas letras, imbuidas de orientalismo y de misticismo católico, corrientes de pensamiento que inauguraron y siempre inauguran nuevas intuiciones. El hombre culto goza con Brahms, y en oyéndolo imagina una tragedia, y viendo una tragedia puesta en las tablas imagina los bramidos del Hado, inexorable y siempre presente en el arte antiguo; el inculto, en cambio, en las piezas de Brahms sólo encuentra sonidos y melodías de armonías desconocidas que no sabe interpretar. El cine, que combina varias artes, como hemos dejado asentado arriba, sirve antes para «darle gusto» y «materiales» al público que para acuciar su imaginación. Al punto notamos que hay artes para la pasividad y para la actividad. Además, se sabe que el arte para gente culta representa asuntos elevados, épicos. El público moderno lee a Dante o a Calderón y piensa que los sentimientos expuestos en sus obras son «exagerados». Cabe preguntar si hoy sentimos muy poco y que por sentir tan poco cualquier cosa nos parece una extravagancia o un romanticismo. El «cine de arte», el «artístico», destinado a ojos y oídos culteranos, refinados, casi siempre trata temáticas sociales, históricas o trágicas, mientras que el cine para el pueblo trata materias cotidianas, las de todos los días, aunque esgrimiendo héroes increíbles. Nadie olvida que a Cervantes le aconsejaron meter latines en su gran novela para que ésta tuviera cariz culto; nadie olvida que el teatro de Shakespeare, que hoy es leído por amanerados críticos literarios, fue en su día obra fraguada para satisfacer a bribones, follones y gente común y corriente. ¿No es exagerar tragarse el cuento de que el «cine de arte» es «artístico» sólo porque su trabazón está más o menos oculto? Leyendo un artículo de la prestigiosa revista `Letras Libras´ analizamos un texto de Fernanda Solórzano, llamado `El retorno de lo reprimido´. Nos impresiona la ligereza con la que Solórzano acepta la existencia de un «cine de arte» y la facilidad con la que hace taxonomías. Afirma la escribiente que el cine de San Sebastián, que es «de arte», está autorizado para manejar tópicos de índole cualquiera, por lo que queremos preguntar: ¿qué hace que el cine sea «cine de arte»? ¿El argumento? ¿Los actores? ¿La fotografía o «fotocinética»? ¿La erudición de los diálogos? ¿Los paisajes? No queremos ser maliciosos y no queremos pensar que el «cine de arte», para ser lo que es, debe ser visto por artistas solamente. Amor hay en Homero, en Dante y en la peor novela folletinesca; odio hay en Genet, en Shakespeare y en Cervantes; arte hay por todos lados, tanto, que cualquiera es capaz de sostener, fundándose en la opinión de alguna respetada personalidad pública, que hay «cine de arte» y también popular. James Bond, Rocambole, Hamlet y Áyax son igualmente capaces de criticar el Holocausto, la Reforma o la Globalización. ¿En los venideros siglos nuestro «cine de arte» será considerado artístico o vulgar? Ya hemos visto lo que ha pasado con las obras de los clásicos, y ya hemos visto cómo el viejo arte francés, acaudillado por la aristocracia, parécele al pueblo revolucionario vil pedantería. Pedantería es pregonar que gustamos del «cine de arte» sólo porque los personajes de vez en cuando hablan de Freud; pedantería es, decimos, hacer exégesis exóticas para explicar escenas que hasta el tabernero de la esquina, que posiblemente ha sentido más dolor que cualquier crítico, puede comprender; pedantería es asegurar, como lo hace Solórzano, que hay «valores que han dejado de funcionar» y que quien se somete a dichos valores termina metido a paria. Tal vez el público «culto» que mira las películas que forja el «cine de arte», como toda la humanidad, sí, como toda, sienta impotencia ante la vida y sienta necesidad de que otros hagan lo que él no puede hacer. Los profesores de poesía, entendida la poesía como acto creador de intuiciones y de formas que no existían, de formas que envuelvan y actualicen los grandes sentimientos de siempre, enseñan que sólo es poeta el dolorido, el que ha padecido y es elegido para cantar los cantos de los dioses. Y es que sin dolor no hay conciencia y sin conciencia todo lo que se siente resulta borroso, impreciso; y quien no siente aguda y sutilmente es incapaz de esculpir la materia que recibe del mundo, y menos de hacer arte. Solórzano háblanos de un productor llamado Cuenca que «usa la simbología del catolicismo» para transmitir una especie de sentimiento iconoclasta. ¿Cuál es la misión del arte? A decir de Kant, crear ideales incondicionados, «imperativos»; pero si el arte no crea imperativos ni los representa, ¿para qué hacerlo? Un tribunal religioso amigo de Calvino, al condenar al famoso Servet, escribió: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esta nuestra definitiva sentencia, que damos aquí por escrito, condenamos a ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel y allí sujeto a una picota y quemado vivo juntamente con tus libros, así de mano como impresos, hasta que tu cuerpo sea totalmente reducido a cenizas, y así acabarás tu vida, para dar ejemplo a todos los que tal crimen quisieran cometer». Tan bravo y breve párrafo histórico conmociona más que cualquier película del «cine de arte». Queremos que el arte sea, a decir del buen Huidobro, una llave que nos abra las puertas de nuevos mundos y no sólo una imitación rebuscada y apretujada de las cosas que todos podemos imaginar al escuchar a Brahms o simplemente al vivir con el valor suficiente para enfrentar los «valores» modernos.
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