Era primero de noviembre, mi mamá había preparado tamales, realizado arreglos florales y comprado veladoras; tenía varios días preparando aquella velada junto a sus hermanos y mi abuelita, todo estaba listo. Tenía 8 años y aquella sería la primera vez que iría al panteón a pasar la noche junto a mi difunto abuelo. Mi tío David pasó por mí en su camioneta, mi mamá, mis tías y mi abuelita se irían por separado, subí entusiasmado y en la cajuela iban tres primos más, Daniel, Carlos y Beto. El trayecto fue un tanto problemático ya que la fila de autos comenzaba varios kilómetros antes de la entrada al cementerio. Cuando por fin cruzamos por la puerta principal, mi tío comenzó a recorrer a vuelta de rueda las estrechas calles de terracería, llenas de gente caminando con flores, comida, veladoras y viandas para pasar la noche, hasta llegar al pequeño terreno donde nos esperaba la tumba de mi abuelo. La gente se movía alrededor de las tumbas, como si estuvieran en la sala de su casa, haciendo compañía a sus seres queridos. Había lápidas de todo tipo, desde ostentosas hechas de mármol con esculturas de ángeles, vírgenes y santos, hasta aquellas que sólo contaban con trozo de madera en forma de cruz, en la que apenas y podías leer un nombre; sin importar cuál fuere el estado de la tumba, podías ver una devota madre, padre, hijo, esposa o amigo, limpiando el espacio, encendiendo una veladora o levantando una cerveza a la salud de aquella persona que alguna vez caminara entre nosotros. La oscuridad, así como el olor a crisantemos y cera quemada, comenzaba a inundar las calles del camposanto, mezcla de aromas y sabores, entre dulzura y amargura. La tumba de mi abuelo, gracias a las constantes visitas de mis tíos y mi abuela, estaba lista para recibirnos. Mi mamáme dio un par de veladoras para colocar alrededor de la lápida, mientras mi abuelita comienza a cambiar las flores, ya marchitas, del mes anterior, observó como me acerqué con las veladoras y con una voz quebradiza, señalando la construcción de mármol frente a ambos, me dijo: “Aquí voy a estar dentro de algunos años mi’jito, para hacerle compañía a mi viejito y no se sienta tan solo”. La leña comenzaba a encender, la fogata estaría lista en cualquier momento, era hora de buscar elotes y bombones. Después de conseguir todo el dinero que pudimos de nuestros tíos, mi primo Daniel y yo nos aventuramos a pasear por las calles de un extraño e iluminado cementerio, saludando a cada paso a extraños, vecinos y compañeros de escuela, amigos y desconocidos, hoy todos compartíamos la mima alegría y la misma pena. Al recorrer aquellos pasillos nos encontramos con personas cenando sobre tumbas, hablando alrededor de lápidas, entre risas, contando historias y anécdotas de los que se habían adelantado. A lo lejos, la música de banda daba forma al soundtrack de vida de varios difuntos. La noche estrellada iluminaba las lágrimas de aquellos que rezaban aves marías y rosarios. Nosotros, íbamos en pos de cañas y de los elotes. 364 días de paz se vieron interrumpidos esa noche para darle la bienvenida a miles de historias, historias que hicieron vivir y revivir a cada morador de aquellos sepulcros, con veladoras como reflectores, las lápidas se vistieron de crisantemos, en medio de una algarabía de sabores y colores. Durante esa noche nos dimos licencia de compartir junto a ellos, una vez más, lo mismo que compartimos en vida: cañas de azúcar, tamales, champurrado, baile, cerveza y música; hablamos con ellos, contamos anécdotas, y aunque algunas lágrimas fueron derramadas, por un breve momento, a través de las historias de mis tíos, mi abuelita y mi mamá, mi abuelo se sentó a nuestro lado, alrededor de aquella fogata. El aroma a cera chamuscándose sobre las lápidas, el sonido de la banda tocando la canción preferida del difunto; el sabor de la caña de azúcar en mi boca, el olor a diversión, el llanto ahogado, la carcajada viva. Quién puede llorar en un lugar tan lleno de alegría, quién puede pensar en la muerte en una noche tan llena de vida.
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