Cuando algo nos molesta, tendemos a apartarlo de nosotros o a minimizar su influencia si no es posible erradicarlo. Pero hay veces que parece inevitable seguir soportando lo que nos molesta y hay muchas otras en las que directamente perdemos el tiempo y a conciencia. Nuestro día a día en la empresa es muy particular ya que tenemos 8 horas para trabajar y rendir. Ese es el primer inconveniente: 8 horas es el tiempo que tenemos que dedicar a ello siempre que seamos capaces de imprimir calidad de hora y rentabilizar esos 480 minutos que, en realidad, dan para mucho. ¿Por qué entonces hacer más de 8 horas al día se ha convertido en una norma no escrita casi de obligado cumplimiento? ¿Por qué somos nosotros mismos, los dueños de la gestión de nuestro tiempo, los que siempre decimos que no tenemos tiempo para nada? ¿No será que no tenemos las bases para gestionarlo como toca? Se dice que para hacer una tarea con efectividad debemos dedicarle entre 20 y 25 minutos de forma intensa, sin interrupción alguna y con un nivel de concentración acorde a poder rendir en ese espacio de tiempo. Este hecho no es otra cosa que objetivar una tarea; no se inventa nada nuevo. Sabemos qué debemos hacer y le asignamos un tiempo específico para hacerlo. Sin embargo, eso no es así en nuestro día a día. Nos da la impresión que somos tan buenos que podemos hacer muchas cosas a la vez. ¿Quién no ha escrito un mail al tiempo que ha consultado una web (sea de trabajo o no), atendido al whatsapp (sea de trabajo o no) y vuelto al mail para releer por no recordar por dónde iba? ¿De verdad no somos conscientes que planificar es la base de nuestra existencia? La falta de planificación es aberrante en muchas de nuestras empresas. Trabajar por impulsos es un defecto que muchos profesionales han adquirido y del que muchos directivos abusan. ¿Por qué nos cuesta tanto diferenciar lo urgente de lo importante? ¿De verdad es tan difícil ver que la eficiencia no es lo mismo que la eficacia? ¿Qué hace que el trabajo esencial de un buen directivo (delegar), sea del que adolecen la mayoría? Y podríamos seguir con un sinfín de preguntas que al no darles respuesta, lo único que conseguimos es crear un día a día donde perdemos el tiempo con lo que nos molesta. Hacer menos de 8 horas no es lícito porque hay un contrato entre la empresa y el trabajador donde este percibe un salario por esas ocho horas diarias. Hacer más de 8 horas no es lícito por la misma razón. ¿Y qué ocurre con las vacaciones? ¿Por qué hemos perdido la dignidad de disponer de unos días de descanso que son nuestros por derecho? ¿Por qué alguien debe decirnos cuántos nos tomamos y en qué fechas? ¿Por qué tenemos que perder días por no usarlos? ¿Por qué nos regalamos de esta forma? Porque nos dedicamos a perder el tiempo. Vivimos abonados a las culpas, siempre de los demás. Cuando algo funciona, tenemos el mérito y cuando no, la culpa es de otro. Quizás deberíamos frenar, parar y sentarnos a pensar por qué somos profesionales con este nivel de ignorancia. Vamos a trabajar para rendir, no para hacer acto de presencia. Sin embargo hay muchos que simplemente van al trabajo, y no es lo mismo ni de cerca. Estar leyendo la prensa deportiva hasta que el jefe entra por la puerta, y cambiar en ese momento de ventana en el ordenador para que se vea ese documento de trabajo que teníamos estratégicamente colocado para la ocasión es una acción triste y, por desgracia, extendida en demasía. ¿Somos conscientes de si tenemos que leer el correo electrónico al llegar a la oficina, a media mañana o al final de la jornada? ¿Por qué blasfemamos en privado y alardeamos en público sobre la enorme cantidad de correos electrónicos que nos llegan, cuando solo menos del 10% son de trabajo y con necesidad de respuesta directa? ¿Somos tan tontos que nos damos de alta a un montón de boletines que luego no leemos para que la gente vea que estamos “a la última”? En realidad a nadie le importa nada de nosotros. Uno debe ser consciente de sus limitaciones y de sus capacidades, debe entender que trabajar es reducir al máximo lo que molesta para optimizar el tiempo. ¿Somos tóxicos en el trabajo o nos intoxican? ¿Somos los reyes de hacer perder el tiempo o sufrimos a esos reyes aguantando sus chistes y aventuras del día anterior? Si combinamos el desconocimiento sobre los 20-25 minutos de concentración en tareas con la cháchara del pesado de turno, entramos en dinámicas corrosivas en la oficina. Y eso solo es el comienzo. Pero te juegas tu “prestigio” en la empresa si no participas. ¿Por qué me miran mal si mi único interés es trabajar? ¿Por qué si no comparto esos momentos de distensión no necesarios, destructores de mi calidad de hora, soy el raro de la empresa y de pronto se me acumulan problemas nuevos que no tenía ajenos al trabajo? ¿En qué mente retorcida cabe licitar al que trabaja como oveja negra? ¿Por qué sigue siendo más eficiente ser un trepa y activar el botón de “modo proactivo” cuando el jefe está delante, que ser eficiente las 8 horas sin llamar la atención? Porque yo no pierdo el tiempo con lo que me molesta pero hay muchas otras facetas del día a día de la empresa que sí me lo hacen perder. Y si leyendo estas líneas a uno le escuecen los ojos o ven mi foto de pie de post con rabia, muy probablemente es porque forma parte de la élite tóxica de la empresa. Solo escuece lo que hacemos mal y se nos reivindica de frente, aunque en ocasiones nos sirve para recapacitar. Cuando sacamos punta a un lápiz nos deshacemos de lo que molesta para seguir dibujando. Es momento de afilar todos nuestros lápices. Y acabamos acordándonos de Confucio a pesar de que hace 20 siglos que dejó esta Tierra, porque las verdades de peso son atemporales, y su “Aprender sin pensar es inútil. Pensar sin aprender, peligroso” es digno de tener muy en cuenta en un mundo que necesita ambas cosas, aprender y pensar. Porque pensando y aprendiendo dejaremos de perder el tiempo con lo que nos molesta.
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