Hace algunas semanas platicaba con un gran amigo que no está tan familiarizado con la industria. Me reclamaba de algunos absurdos en las campañas publicitarias. Le comenté que muchas veces no es culpa de la agencia, sino del cliente. Claro, en el escenario ideal, la agencia le dice al cliente: “la recomendación es que elijas tal camino, que ejecutes así, que la estrategia sea ésta”. Pero en la vida real, normalmente el cliente es un egresado de merca de una universidad privada, fresita, con perfil aspiracional en el mundo corporativo, en una competencia por seguir escalando dentro de la organización, con temores por cada decisión tomada, en oficinas donde reina el horror cuando se acerca el CEO (amo del universo). Hace muchos años, me tocó creativizar la campaña de un suavizante de telas. La idea original gustó mucho: un niño durmiendo, su osito de peluche olía el edredón, y en eso, se lo quitaba para taparse con él. El niño entre dormido, se daba cuenta y se lo arrebataba de nuevo. Sé que no iba a ganar un Cannes, pero la pieza cumplía con el brief, y era simpática. Después de los racionales vinieron los “ajustes” del cliente, algunos tan inverosímiles como: “es muy agresivo que se estén peleando por el edredón, preferimos mejor una situación donde lo compartan”; “un osito también es muy agresivo, denle una pensadita a ver qué otro animalito puede ser”. Les explicamos que era quitarle la gracia al comercial, que de alguna manera era una situación cotidiana, pero el ego siempre supera a la coherencia. Tenía dos opciones, enojarme gritarles y decirles que no iba a cambiar nada (algo que seguramente me hubiera costado el empleo), o ceder. Y así, quedó finalmente un niño durmiendo, mientras un corderito de peluche, sí, leyeron bien, un cor-de-ri-to, se daba cuenta que el niño tenía frío y lo cobijaba con el edredón. Imagen cortesía de iStock
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