“Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”. – Henry Miller
Siempre he sido un feliz ciudadano de los aeropuertos. Tampoco es que viaje con tanta frecuencia, pero disfruto en demasía hacerlo. Todo el proceso, casi religioso, de armar la maleta, llegar al aeropuerto, hacer la fila para pasar a la sala de espera, abordar esa impresionante muestra física de la ingeniería humana, y sobre todo el ver y sentir cuando despega, la sensación, y el pensar “estoy volando”, es indescriptible. La gran mayoría de las veces viajo solo. A mi ritmo, con mi propio itinerario. A veces viajo acompañado, y cuando eso sucede, creo y quiero pensar, que soy una de esas personas que llaman buena compañía, no soy en extremo exigente, me acoplo y veo siempre una oportunidad en todo, hasta en todas y cada una de la infinidad de cosas cosas malas que pueden suceder; me he quedado varado en ciudades durmiendo en aeropuertos, mi avión ha estado a punto de caerse, con todo y máscaras de oxígeno lloviendo y el capitán gritando que mantengamos la calma, han perdido mi maleta, y otras tantas cosas más. Sin embargo, sigo subiéndome feliz de la vida en esas moles de metal con alas que se me llevarán a un destino conocido o desconocido dependiendo del viaje en cuestión. Qué les puedo decir, soy el optimista más negativo que conozco. La semana pasada tuve la oportunidad de viajar al Distrito Federal, en esta ocasión, mis amigos de Roastbrief me invitaron a ser parte de su 5° Congreso, se dio la oportunidad de poder asistir, y como siempre fui el primero de la fila. Primero llegué y me establecí en el DF, llegué a casa de un primo que estimo mucho, estaría varios días y quise estar al menos un día con él, me recibió con una cantidad excesiva alegría, cerveza y mezcal, (nota mental, no lo vuelvas a hacer), pero ni el mezcal pudo evitar que me la pasara bien y disfrutara de este viaje. Después de una noche estilo hangover, al día siguiente estaba fresco y listo a primera hora, haciendo fila para recibir mi gafete y entrar a la primer conferencia y taller que el congreso ofrecía. La experiencia estuvo llena de muchas cosas bastante interesantes, y sobre todo educativas. Personajes de todos tamaños, géneros y puestos pasaron por el escenario, su voz retumbó e hizo eco, presentaciones muy bien estructuradas, ideas, creatividad, consejos, cosas malas y cosas buenas, sin miedo y sintiéndose como en casa, cada uno de los ponentes sembraba su correspondiente semilla de conocimiento en todos los integrantes que estuvieran dispuestos a tomar el reto. Divertidos, serios y solemnes, las voces de hombres y mujeres hablaban de este mundo que llamamos publicidad, cuyo primer mensaje era curiosamente que debemos dejar de llamarlo así, junto a otro conjunto de mensajes que ayudaban a ampliar nuestro panorama acerca de este gran medio. Todo lo que compartían los ponentes era en ocasiones reconfortante, en ocasiones abrumador, desconcertante y esperanzador, pero sin lugar a dudas, enriquecedor. Los mensajes iban y venían; consejos, quejas, panoramas, metas, enseñanza, conocimiento, pero sobre todo, complicidad, porque por más que hablemos y nos quejemos, algo que perneaba en cada uno de los ponentes, expositores, talleristas y participantes del congreso, era la pasión por este oficio, sin importar si eres mercadólogo, diseñador, comunicólogo o redactor, se podía sentir el amor por esta profesión y todo lo que implica estar dentro de ella. El día terminó, tomé mi maleta y me dirigí al aeropuerto con una sonrisa en mi rostro y con la certeza de regresar a casa con más ganas que nunca de seguir haciendo lo que hago, y quiero pensar, un poco más sabio que hacía un par de días. Imagen de portada cortesía de iStock
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