“Target” es una serie de cuentos breves de historias sobre participantes de estudios de mercado en la nueva América, Estados Unidos. Escrita por Florencia Davidzon. Hoy presentamos la historia de CARMEN.
Filtro de reclutamiento estudio blind test. Triadas. Etnicidad. Blanca Sexo. Mujer. Edad. 30-45 años. Estudios. Superiores. Tipo de Vivienda. Propia. Consumidoras de: Tés. No rechazadora de Poleo y o Menta. Marca. Indistinto. Plaza. New York.
Estornudé, tapándome la boca esperando no contagiar a ninguna. Las tres mujeres que estaban frente a mí en la sala de testeos me dijeron “salud” al unísono. “Gracias”, respondí tajante. Como buena hipocondríaca que soy, salí ese día de mi casa con mi colirio, mi pomada para las manos, mis clínex, mis frasquitos con rosca -con la incómoda protección para niños- de paracetamol e ibuprofeno, y claro, mis chochitos homeopáticos. Estaba por pedirles a las participantes, que me miraban en silencio piadoso por mis ojos enrojecidos, que evaluaran un producto a ciegas, sin marca. Necesitaba conocer sus apreciaciones sobre tres envases diferentes y luego entrar en la prueba del producto con la degustación que se toma caliente de un líquido que se vía turbio y era bastante dulzón. Justo antes de servirlo en vasitos pequeños de plástico salieron de allí unas cucarachas enormes que empezaron a caminar con agilidad por la mesa. La participante más platicadora gritó desaforadamente. Las otras la siguieron al instante. “Tranquilas”, les rogué y luego maldije “Lucio”, mientras, llena de asco, aplastaba a una cucaracha. Las mujeres parecieron no quedar satisfechas con mi hazaña y sin ganas de probar lo que tenían frente a ellas, tomaron sus bolsas y me dejaron sola con la jarra en la mano mirando a mi cliente del otro lado del espejo de testeos. Mi tragedia había comenzado hace unos años atrás, al recibir mi certificado con el promedio de graduación de mi Licenciatura de 7.9, que me dejaba en la bisagra entre la inclusión y la exclusión absoluta del mundo académico. La mezquina conducta de algún profesor, o mejor dicho, de varios con su subjetividad, arbitrariedad e insensatez en el arte de la clasificación, me sentenciaron a un porvenir a la deriva. Lo que había sido mi sueño y mi única certeza de futuro, quedaron en el limbo. Mis alternativas con ese promedio y un pésimo inglés en mi prontuario me expulsaron de la curva de gauss de los candidatos potables para un programa de postgrado volviéndome un punto aislado disperso. Sin campana que me amparara me convertí en un punto fuera de la curva, en una “anormalidad”. Perderme en el alcohol, la droga o tirarme debajo del primer tren que salía de la estación de Atocha no parecían salidas muy lógicas, fue entonces cuando se me ocurrió comprarme un pasaje a América, para darle una varianza a mi vida. Cuando emigré a Estados Unidos, o mejor dicho a New York (que francamente no es igual), lo hice motivada por explorar mis posibilidades en la academia fuera de España y mejorar el idioma; averiguar si mi entrada al infierno podía ser apelada. Pero la burocracia y los requisitos en este país se magnificaron. A mis pecados anteriores se le sumaban ahora mi poca destreza para las matemáticas, la química, nuevos exámenes, y la necesidad de múltiples cartas de apoyo que avalaran mis cualidades como socióloga. Así que tantas recomendaciones me obligaba a tener que disciplinarme y mantenerme obediente bajo las alas de algún erudito, algo muy desmotivador. Mi espíritu era rebelde y eso se paga en todos los ámbitos, también en el medio de dependencias y avales de los librepensadores. Todo esto me hizo abandonar la causa. Así fue como desde el peldaño más bajo me empleé en la actividad privada, aunque mi verdadero trabajo era de encuestadora free lance. Yo era una mujer emancipada y libre y no quise diseñar mi vida bajo una frecuencia “normalizada”. Me sabía un ser único e irrepetible que no se podía expresar en aquél 7.9 de un viejo certificado. Por ello decidí moverme sin patrón fijo, viviendo sin filtros ni ningún test de confianza estadística. Enojada por el dato que marcaba mi destino dejé los estudios cuantitativos que me gustaban, para zambullirme en las metodologías cualitativas y años después terminé dirigiendo una pequeña compañía de estudios de mercado en Brooklyn. Era infeliz pues me sentía incompleta, pero era autónoma e independiente de todo compromiso e institución. Yo quería poder probar, experimentar, caerme y equivocarme. Esos eran mis marcos teóricos, mi modo de concebir la existencia, sin que nadie me dijera por dónde ni cómo caminar. Prefería soportar el método empírico y todos sus problemas pero esto evidentemente incrementaba los males a mi promedio horroroso imposible de repuntar. Sin embargo, en este ámbito empecé a tener éxito y mi vida se tornó tan predecible como la rueda de un hámster; me veía obligada a seguir dando pasos y avanzar en una misma dirección donde acumulaba riquezas sin poder disfrutarlas. Algo tenía que cambiar, pero no sabía bien qué. Estaba angustiada. Necesitaba hacer un paréntesis e irme de viaje. Como cada mañana a las 6.15 am sonó mi despertador. El fumigador acurrucado junto a mí se tapó con la almohada y yo suspiré por ser testigo de su comportamiento previsible, en alta correlación a mis previas 200 observaciones en nuestra vida compartida donde él era mi muestra, que se hacía cada vez más robusta. No podía tener una relación y tal vez nunca pudiera. Pero con seguridad éste no era el momento para pensar siquiera en ello. No estaba segura de querer vivir aquí, en Manhattan, o si debía irme a otro lugar. ¿Cómo había gente que sí lo sabía con tanta claridad? Para mí el mundo era tan grande y tenía tanta curiosidad y necesidad de dispersión que admiraba a esas personas que vivían pudiendo ensayar y planificarlo todo, para vivir sin inquietudes en curva plana. Mis aventuras con el fumigador, un italiano que se llamaba Gino, -al que yo le decía Gini porque el coeficiente de Corrado Gini- venían bien. Gini era más bien mudito y eso en el sexo me resultaba ventajoso. Yo lo necesitaba. Era autosuficiente pero dormir sola no se me daba bien. Para poder descansar y alejarme de las taquicardias, necesitaba poder abrazar a alguien y qué mejor que alguien cómo él. Pero Gini esa mañana se vistió apurado y antes salir, sin tocar el café que le había dejado en la mesada agarrando su lonchera, me advirtió: -Yo sí quiero un hijo, Carmen. Ya estoy grande y no estoy para andar perdiendo el tiempo. Él no podía entender nada de la tendencia de vivir child free ni de mis ganas de no tener que criar a nadie, que para mal-criada ya estaba hecha yo. Si no quieres perder el tiempo deja el veneno de ratas, pensé, y hazte tu mochila y saquemos boletos para recorrer Asia; si ahora estas grande en unos años más ya no podrás vivir sin un dentista cerca, sin tu comida de tres tiempos ni tus clases de artes marciales para ancianos, pero no se lo dije. “Lo pensaré”, le prometí a Gini, que en su uniforme azul de pronto me reclamaba con frases, preguntas y argumentos que me resultaban una falacia. “¡Guapa!,” me dijo buscándome, mientras me ponía su mano en la nuca para darme un beso pegajoso, “¿Qué somos? ¿Qué somos nosotros?” insistió. Que tío más gilipollas. Ya no me moló más. Su reclamo me des-erotizó. “¿Qué importa? It is over!” dije entonces en mi inglés ya fluido; pero él pareció no entenderme, -“¿Vale?” insistí. -”¿Qué se ha terminado? No puedes dejarme, si nunca hemos empezado”, dijo mi mudito que de pronto no sólo hablaba sino que buscaba que las cuestiones en esta vida tuvieran alguna lógica y se manifestaran como relaciones causales. Le pedí que me dejara sola. Él, dispuesto a hacerme caso, se cargó el tanque con el líquido de veneno morado en la espalda y caminó hacia la salida. ¿Cómo había estado con él? Fue por casualidad, algo totalmente random. Llegó a mi oficina tras la denuncia de un cliente que se encontró una traviesa hormiga en su sándwich detrás de la cámara de Gesell. Me gustó su agilidad y predisposición para poner manos y líquido en el asunto. Luego, en una conversación intranscendente antes de pagarle, me sorprendió comentando que le gustaba el nombre “Lucio” que leía en la planilla de reclutamiento frente a él. Ese nombre a mí me había gustado siempre y era una de las pocas cosas que podían hacerme dudar de mi opinión “child free”. Yo que para dar respuestas en las encuestas solía estar en desacuerdo o muy en desacuerdo con todo, mostré un destello de interés. Algo que hubiera sorprendido al mismísimo Likert. Lo empecé a ver con otros ojos. Él, al percatarse, me devolvió la mirada muy sugestivo. Le ofrecí té con poleo, que era lo que estaba tomando yo, pero no tocó la taza. En cambio, en menos de un minuto me quitó la ropa y terminamos teniendo sexo debajo de la mesa de testeos. Esa conducta y mi desenfreno era lo único que quedaba de mi fase “libertaria madrileña”, me dije riendo mientras me arreglaba en el baño, antes de ponerme mis gafas de Gucci, apagar la luz y cerrar la oficina. Si estábamos de acuerdo con la belleza del nombre “Lucio”, tal vez podríamos estar de acuerdo también en todo lo demás, creí ingenuamente, con un error muestral del 1000%, sesgada por mi humor post coito después del amplio intervalo de abstinencia no deseada. Pero después de 200 noches con él, estaba segura, con un alto nivel de confianza, de que no quería tener hijos. Esa noche no regresó a dormir. Era la ley de la vida, no había que hacer mucha estadística ni inferencias, no debí encariñarme como lo hice. Si yo me quería ir de esta ciudad (y me quería ir todo el tiempo, aunque luego me arrepentía porque consideraba mis alternativas y me terminaba quedando atorada en esa caja de zapatos), él no era para mí. Después de eso quedé dolida, tenía mi ego dañado por lo que me refugié en mi gotas, mis pañuelos y mis chochitos homeopáticos. Él me había dejado. “Me gustan los hombres que me hacen sufrir”, me dije a veces castigándome y otras tratando de aceptar la situación, pero volvía a estornudar sin poder dormirme. Pronto empezaron las taquicardias. Pensé que me iba a morir. Yo, que de cuestiones médicas no sabía nada más que operacionalizar variables, quería que un médico llegara y me operara de inmediato del corazón, el brazo o el pulmón o lo que fuera, para salir de esa situación donde me había vuelto una variable dependiente y donde mi recurrente soledad me volvía a paralizar transformándome otra vez en un índice en esa serie temporal que era mi vida afectiva. Era tan evidente no poder escapar a ser la resultante de una regresión lineal casi perfecta que resultaba ser patético. Perseguida por una vida llena de aleatoriedad y porque en New York ningún médico llega a domicilio, acudí al hospital entrando por emergencias. Un médico joven, súper bien parecido, me sacó definitivamente el respiro. Era el hombre más hermoso con el que me había cruzado hacía mucho tiempo. El doctor muy profesional me aplicó su cuestionario para asegurarme luego que parecía no ser nada serio. Aparentemente yo era sólo un desvió estándar. Me dibujó en su recetario garabatos que pretendían ser diagramas y barras explicando mi caso. Mientras, yo embobada, lo miraba a los ojos sin saber en qué categoría debía ubicarlo. No podía codificarlo, sus gafas eran muy femeninas y no me atrevía a predecir si le gustaban las mujeres o los hombres, o ambos géneros. Pero mi hipótesis se impuso haciéndome creer que era posible, de nuevo, el amor de pareja para mí. Mientras él intentaba convencerme de que debía calmarme, mi cabeza empezó a improvisar mis probabilidades con él en código de fórmula: “Cero fotos familiares en su escritorio, más cero anillo de casado en su mano, más ocho o nueve en lenguaje no verbal de calidez y atención; igual, población objetivo”. Sin intentar una prueba Ji cuadrado, asumí mi posibilidad de aceptación, sin estimar error alguno, obnubilada por aquel Adonis y por no querer volver a casa a dormir sola. Me comporté como una variable discreta y me mantuve calma como me pidió. Oculté todas mis dicotomías y no me animé a mostrarle nada de mi personalidad pluridimensional. Pero él percibió mis variaciones irregulares cuando estuvimos más cerca, cuando para asegurarse de que podía enviarme a casa, me pidió revisarme clínicamente. Así, con su estetoscopio en mi pecho me dijo: -Creo que será mejor que esta noche no duerma sola. Entonces me sonreí ilusionada, pero él había cambiado el semblante, anotó algo en su cuaderno casi sin mirarme y me mandó de inmediato a internación. Luego llegó otro paciente, masculino, y mi doctor lo saludó con un efusivo beso mostrando claramente su interés en ese hombre, mi cálculo no resultaba como había previsto, debía dejar de hacer experimentos en mi vida. Alarmada y más hipocondríaca que nunca, bajé de la camilla, prometiéndome que después del trabajo que tenía pautado para el siguiente día de un estudio ciego de producto (si es que lograba salir de allí) sacaría mi billete de avión rumbo a Asia. Iba a ser más rigurosa, nada de tocar una puerta si y otra no, ni de confiar en ningún sorteo. Con actitud de censista iba a encontrar a alguien que quisiera dormir conmigo, porque si bien Asía era una región en el mundo donde las cifras de penetración en muchas cuestiones todavía estaban en valores muy bajos, tenía esperanza de dar con ese caso maravilloso que cayera finalmente en mi rango, haciéndome olvidar definitivamente la tragedia de mi vida. Fin.
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